Marzo entre flores y letras


Vivir en el campo tiene tres ventajas maravillosas: el silencio, la soledad y poder contemplar la llegada de la primavera. Por aquí se llena todo de polen, los almendros y las plantas florecen, el zumbido de las abejas se convierte en una banda sonora constante, la luz del mediodía adquiere un matiz más cálido, salimos a coger espárragos o flores silvestres y los paseos de la tarde se alargan cada día un poco más.

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Si algo he aprendido durante los últimos años es a valorar las pequeñas cosas. Creo que el encanto de la vida reside justo ahí, entre un detalle casi imperceptible y el siguiente. El reto consiste en lograr verlos en medio del ruido diario.

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No supe nada sobre eso llamado «la fugacidad de la vida» hasta que lo tuve a él. Desde que tengo uso de razón me han obsesionado temas como la muerte o el paso del tiempo, es una preocupación universal. Pero al ser madre se multiplicó por mil. Es decir, soy ese tipo de persona que se mira al espejo sin fijarse en lo que ve y que, de repente, un día se da cuenta de que tiene una docena de canas y se pregunta si han aparecido en unas horas o sencillamente no les había prestado atención hasta entonces. La cosa está en que, cuando se trata de tus hijos, no puedes ignorarlo por despistada que seas: en apenas un año lo coges en brazos por primera vez, lo ves mamar, aprender a sentarse solo, comer sólidos, gatear, andar o pronunciar sus primeras palabras. Y te preguntas cómo es posible que en cuestión de días esa cosa diminuta pase a convertirse en un ser humano que camina, ríe y ya tiene una personalidad marcada.

No dejo de repetirme que tengo que guardar en la memoria cada segundo, cada instante, cada acontecimiento. Y me angustia pensar en lo rápido que pasa todo.

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Llevaba desde agosto sin ponerme a escribir y hace unas semanas me senté al fin delante del teclado sin más distracciones. A veces tan solo se necesita un poco de soledad para encontrar el camino que te apetece recorrer. No negaré que tengo dudas (me preocuparía lo contrario), pero las ganas y la ilusión han regresado.

En mi caso, la lectura y la escritura van de la mano. Quería destacar algunos de los últimos títulos que he leído: Departamento de especulaciones es muy cortito y me salvó de una noche de insomnio; se lee solo, aunque es una de esas novelas «sin masticar», te dan las piezas y tú haces el puzle. Admito que eso me gusta. Otra lectura maravillosa fue El olvido que seremos, una historia muy especial que me hizo reflexionar y se ha quedado conmigo. Los cien años de Lenni y Margot fue esa novela sentimental que llevaba tiempo buscando y no encontraba: cálida, amable, sutil y encantadora. Casi tanto como lo está siendo mi actual lectura: El café de los corazones solitarios. También cayó en mis manos Criadas y señoras: la película siempre me ha gustado y, aunque es muy fiel al libro y no hay sorpresas, no quería dejar de leerla. Es una novela reivindicativa sin que parezca un panfleto, con tres personajes femeninos increíbles llenos de matices que van dejando un poso constante como miguitas de pan.

Como curiosidad, lo primero que hice cuando terminé de leerla fue buscar más novelas de la autora, pero entonces descubrí que Kathryn Stockett no ha escrito nada desde que se publicó Criadas y señoras en 2009 (después de, por cierto, ser rechazada por más de 60 agentes literarios). Lo mismo me ocurrió cuando quise leer más cosas de M. L. Stedman, la autora de La luz entre los océanos, una novela que me dejó tocada en su momento.

Mi lado cotilla aflora en casos así. ¿Cómo es posible que dos mujeres con tantísimo talento no hayan vuelto a publicar? Supongo que hay muchos factores: quizá la espera hasta que aparezca la idea adecuada, quizá la presión después de un éxito semejante con una primera novela, quizá asuntos personales… o puede que sencillamente no hayan vuelto a sentir ese tirón que te invita a embarcarte en una historia.

A mí me pasa mucho eso de «conectar» con un autor. Cuando ocurre, pueden gustarme más o menos algunas novelas, pero es muy difícil que me decepcione. Tiene que llegarme su manera de ver el mundo, la esencia que deje entre las páginas, el tipo de sensibilidad.

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Durante estos meses de promoción he llegado a la conclusión de que las redes aturden y matan la creatividad, así que después de cada lanzamiento a mí me toca «desengancharme». El truco consiste en limitar el tiempo de cada aplicación en el móvil. Funciona. En cuanto me alejo regresan las ganas de leer, escribir y estar más presente.

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El otro día en una entrevista me comentaba el periodista que le entusiasmaba mi blog, pero que le sorprendía que siguiese dedicándole tiempo. «Es por gusto», le dije con toda sinceridad, «por gusto y porque, probablemente, sea el único lugar en el que me dejo ver de verdad». Cualquier entrada me lleva muchísimo más tiempo que una publicación de redes y las visitas son anecdóticas en comparación. Pero, claro, esto de la «repercusión» es tan ambiguo y relativo que mejor lo dejamos para otro día.

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He recordado la noticia que saltó hace algunos días sobre la periodista Beatriz Montañez, conocida por haber sido presentadora de El Intermedio y dejarlo todo hace unos años para irse a vivir a una cabaña en medio del bosque. «Había demasiado ruido en mi vida» comentaba en una de las entrevistas que he leído. Me interesan este tipo de experiencias. Creo que lo que nos llama la atención es que alguien que aparentemente lo tiene todo decida romper con esa vida. La clave está en que ese «todo» tan solo responde a unas «necesidades» ilusorias. Somos un trocito más de esa red que podría considerarse una tela de araña, y qué difícil es coger unas tijeras y cortar sin saber dónde ni cómo vas a aterrizar.

¿Nunca te lo has planteado?, ¿jamás has imaginado como sería tu vida si decidieses dar un giro completo?, ¿has echado la vista atrás para enfrentarte a todas esas elecciones que tomaste o los caminos que no quisiste recorrer?, ¿son tus prioridades reales o fruto del entorno?, ¿las cosas que tanto te importan lo merecen?, ¿eres feliz?

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