Alice Kellen
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Hace poco rescaté los diarios que escribía de pequeña. Como era de esperar, no me reconocí en la chica que reflejaban esas libretas. A los trece, un día decía: «es completamente imposible que otro chico pueda gustarme tanto como él». Al leerlo, sonreí. Dos apuntes. El primero: sigo con el mismo gusto terrible por los adverbios; por consejo de una buena amiga, cada vez que termino una novela pongo en el buscador «mente» y elimino la mitad. Y el segundo: hay cosas que son mejor cuando no son. 

No hay nada como lo platónico.

Por aquel entonces me gustaba un chico dos años más mayor que iba a mi colegio y pensaba en él unas diecisiete horas al día. Vamos, cuando estaba despierta. Apenas lo conocía y probablemente por eso me gustaba tanto, porque todos los huecos y vacíos los rellenaba como me daba la gana. «Con esa mirada debe de ser listísimo», «seguro que besa genial», «su forma de caminar denota seguridad».

La imaginación es increíblemente (guiño) poderosa.

En lo imaginado no hay espacio para lo malo. Cuando fantaseamos y nos recreamos en ello dejamos que se liberen nuestros grandes deseos, esos que en la vida real son más grises porque nunca podrán alcanzar la perfección que exigimos.  

Spoiler: varios años después me encontré con ese chico. Tuvimos algo. Lo conocí más y me pareció muy poco interesante. Y el recuerdo, toda esa atracción llena de misterio que me gustaba visualizar como una ciudad a oscuras en la que siempre estallaban fuegos artificiales, se emborronó de forma irremediable.

En ocasiones, lo que nos gusta es la idea de algo. La posibilidad.

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Las expectativas y la realidad rivalizan a diario. A mí me ocurre con las vacaciones y, como ya me conoce, mi chico me dice cada año: «baja las expectativas». Pero no lo hago, claro. Porque lo que disfruto no es solo el instante en el que llegan las vacaciones, sino todos los momentos a lo largo del año que pienso en ello. Me veo en una tumbona. Me veo leyendo muchos más libros de los que siempre leo. Me veo relajándome en una terraza con una temperatura templada (sin sudar, pero en tirantes). Me veo en lo alto de un mirador al que llego fresca y sin esfuerzo. Me veo flotando en el mar, libre.

Evidentemente no me veo durante las horas de espera en el aeropuerto, sufriendo el picotazo de una medusa, caminando bajo el sol abrasador o, como nos ocurrió el año pasado, acabando en el hospital porque los críos habían pillado un herpesvirus.

La vida real es un constante subir y bajar entre lo que imaginamos (que es algo así como una sucesión de escenas dignas de Instagram que pasan por tu cabeza a toda velocidad) y lo que finalmente es (tan cerca del libre albedrío y del caos absoluto que el milagro es que seas capaz de llegar a fotografiarlo).

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Hace unas semanas leí La biblioteca de la medianoche. La protagonista disponía de infinitos libros a su alcance y a través de cada uno de ellos podía descubrir cómo hubiese sido su vida de haber tomado diferentes decisiones. Si hubiese estudiado esto o aquello... Si no lo hubiese dejado con aquel chico... Si hubiese aprendido a tocar un instrumento... Si no hubiese acabado la relación con esa amiga…

Es inevitable pararse un segundo a imaginar todas esas vidas que abandonamos por el camino para elegir la que tenemos justo ahora. Todos lo hemos hecho alguna vez. Pero resulta que existe el sentimiento de culpa incluso por pensarlo, porque cuando se lo comenté hace unos días a una amiga me dijo: «no, no puedes planteártelo siquiera porque entonces no conocerías a tu pareja ni a tus hijos, tendrías otra vida». Y yo: «ya, si a eso me refería, a ver si me entiendes, que esto no va de buenas o malas decisiones, sino del deseo». Porque por desear lo deseamos todo. Puedes desear ser madre y también no serlo. Puedes desear una vida nómada viajando por el mundo con una mochila y desear un hogar estable donde reine la rutina. Puedes desear establecerte en el campo y desear vivir en una gran ciudad como Nueva York. A mí todo me parece muy coherente y lógico.

La cosa es que la vida es como uno de esos libros en los que tú decides qué quieres que pase y avanzas hasta una página concreta para retomar la historia. Yo siempre he pensado que lo importante eran las elecciones que hacía, pero con el paso de los años he comprendido que quizá la clave está en las cosas que decido dejar atrás, las que descarto pese a desearlas en otra medida. Será que somos una generación de inconformistas, pero en cierto modo es bueno porque nos obliga a estar conscientes y no hay nada como la toma de decisiones para conocerse a uno mismo, incluso en lo referente a las más pequeñas, esas que parecen irrelevantes. Imagínate la siguiente situación: tienes una cita con alguien, le preguntas si prefiere un helado de chocolate o de pistacho y te contesta que le da igual mientras se encoge de hombros. No sé a ti, pero a mí me haría sospechar.

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Todos hemos tenido deseos extrañísimos. A los ocho años, soñaba con ser invisible y contemplar el mundo desde arriba, como uno de los fantasmas de Dickens. A los catorce, quería enamorarme de un vampiro. Lo tenía clarísimo. A los dieciséis, le dije a mi madre que quería ser cocinera y creo que nunca olvidaré su expresión de absoluto desconcierto, sobre todo porque me da pánico el aceite que chisporrotea en las sartenes y hasta hace un par de años no me atrevía ni a freír un huevo. A los dieciocho, deseé ser escritora y ahora estoy escribiendo esto, así que no me quejo.

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Desear es una palabra maravillosa. Anhelar me parece que está un escalón más allá, envuelta por un halo etéreo y bello. Necesitar ya es otra historia y siempre me asfixia cuando la verbalizo. Da miedo necesitar cosas porque sabes que dolerá perderlas.

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Vivimos en la era de los deseos y los hay de muchos tipos. Están los intermitentes, esos que te acompañan durante toda tu vida como en un segundo plano. También están los más intensos, capaces de arrollarlo todo a su paso en un santiamén. Y sobre los que perdemos interés y quedan olvidados en algún rincón de la memoria. Pero los deseos que no llegan a cumplirse son otro nivel: no estamos programados para pensar en lo que tenemos, sino en lo que nos falta. Es, probablemente, una de las cosas más terribles de la condición humana. Aunque, en el fondo, está bien no alcanzar todas las metas, ¿no? Lidiemos con la frustración. Si nos pasamos el día dándole este mensaje a los niños, no puede ser tan malo que los adultos también nos lo comamos y aprendamos a gestionar que no siempre podemos conseguirlo todo.

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Una pausa: «¿quién no deseaba por un instante, solo uno, quedarse en la cueva de la película de Aladdín para poder curiosear entre los objetos y toquetear los montones de piedras preciosas» Mi alma se rompía en pedazos cuando salían volando con la alfombra mágica y ese mundo brillante y frívolo se hundía en el desierto.

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Nos educan para desear. Peor aún: para necesitar.

Desde la más tierna infancia somos bombardeados con anuncios de juguetes que no tenemos y queremos. No creo que haga falta profundizar en cómo nuestra mente se moldea para adaptarse al entorno social. Y luego están las redes. Y el vecino. Y el universo imaginado lleno de aspiraciones porque, ¿qué sentido tiene fantasear sobre la realidad? Sin embargo, en medio de tantos anhelos insaciables, existen momentos en los que no se desea absolutamente nada. O casi nada, porque entonces piensas «que se pare el mundo» y, mierda, eso ya es un deseo. Suelen tener que ver con el presente. Son instantes pequeñitos, como para metértelos en la boca y saborearlos de un bocado. Te enseñan a desprenderte y a poner los pies en el suelo. Para encontrarlos hay que abrir bien los ojos, ignorar el ruido y las interferencias de alrededor y respirar, respirar, respirar.

Ahí va una tanda de pensamientos desordenados entre las notas del móvil. Me vais a perdonar que no tenga mucho sentido. Quería esperar hasta encontrar la entrada perfecta para retomar el blog pero, a riesgo de no cumplir con el propósito otro año, me he lanzado sin más porque, en fin, a veces todo es cuestión de hacerlo, empezar, y ya está.

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Cuando pienso en qué es lo que más echo de menos de mi vida antes de ser madre, siempre respondo lo mismo: poder ponerme enferma y el aburrimiento. Supongo que si me parase a meditarlo de una manera analítica se me ocurriría algo más profundo, pero, por impulso, me quedo con el placer de caer enferma, hacerse una bolita durante una tarde entera en el sofá, encender la televisión y no oír nada a tu alrededor, ni tener que alimentar a otros o soportar que la cabeza te dé tumbos mientras los niños saltan en el otro extremo del sofá. Y luego está lo de aburrirse.

Aburrirse es un privilegio.

Me ha costado la friolera de media vida llegar a esta conclusión y de ahí ya no me saca nadie. Recuerdo horas tirada en el sofá de casa bocabajo, de pequeña, haciendo nada y pensando en nada. Era maravilloso. Mi madre pasaba por allí y me decía aquello de «se te bajará la sangre a la cabeza» y yo fingía no oírla. Y también durante los viajes en coche: el mítico «me aburro, ¿cuándo llegamos?» al que se unía mi hermano a coro. Menudo placer.

Pero resulta que el aburrimiento es una de esas cosas que rara vez aparece cuando eres adulta. Una deja de saber aburrirse. ¿Cómo se hacía? ¿Cómo era eso de mirar una pared o tumbarse sobre la hierba sin ningún estímulo cerca? Antes, era habitual esperar la llegada del autobús contemplando la calle, el tráfico, los andares de la gente, ese grafiti que alguien hizo en la pared. Ahora recurro al móvil en los tiempos de espera, siempre hay algún mensaje pendiente, o escucho música, o saco el libro que llevo en el bolso. En ocasiones, cae un podcast. La cuestión es realizar una actividad durante esos veinte minutos. Algo útil, a ser posible. Algo de provecho. Porque en eso consiste la vida cuando dejas atrás la infancia: convertirte en un ser humano productivo.

Es muy difícil escapar de ese mensaje. Yo no lo he logrado. Ya no tengo tiempo para aburrirme y, cuando lo he intentado, no he sabido cómo hacerlo porque aparece algún pensamiento, una idea, salta esta o esa otra cosa que tengo pendiente. Citas con médicos, correos, recados, papeleos, trabajo a medias, asuntos familiares. Lo que sea. Siempre hay algo. Y, en todo caso, para que no sea así tengo que planificarlo: «voy a meditar de cinco a cinco y cuarto».

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Conciliar la vida familiar con la laboral ya es un milagro. Sumarle a eso tiempo para una misma roza la ciencia ficción. Tengo la suerte de que mi trabajo es una de mis pasiones, así que en ocasiones me apetece sentarme delante del ordenador incluso cuando no tengo que hacerlo. Pero al salir de ahí, cuando busco algo más, me aturullo. Hay mucho de todo alrededor. Muchas películas y series que quiero ver, muchos libros que me encantaría leer, muchos lugares a los que viajar, muchas actividades que hacer (tengo a estrenar: un kit para hacer jabones artesanales, una cajita de flores prensadas, rotuladores para pintar piedras, lienzos en blanco y acrílicos, collages a medias y un eterno etcétera). Al llegar la noche y el silencio, me veo programándome el tiempo libre: «media hora de tele, una hora de lectura, veinte minutos para escribir el diario, un rato en pareja».

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Ojalá poder comprar tiempo. Tiempo y salud. Solo eso.

«Tres tomates, un bote de champú, un día libre y un poco de alivio en las rodillas. Gracias. Quédate con el cambio».

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La otra noche, en nuestra rutina programada como adultos responsables que somos, empezamos a ver la película de Elvis. A los quince minutos tuvimos que pararla a riesgo que sufrir un ataque. Habían ocurrido tantas cosas, todas contadas mediante escenas cortísimas que me recordaban a TikTok, que me sentía desubicada. Lo mismo me pasó con el primer capítulo de Miércoles. Y también con la última saga de libros que he leído. Todo es rápido. Muy rápido. Resulta abrumador. No podemos detenernos. Lograr captar la atención del espectador o del lector se convierte en un reto. No hay tiempo para planos poco relevantes ni escenas o diálogos largos. Hay que ir al grano. Mejor no detenerse en sutilidades y masticar la comida antes de servirla. Qué lástima.

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¿También tenéis a veces la incómoda sensación de que somos trenes de alta velocidad que vamos corriendo a todas partes con el propósito de parar en esa estación perfecta que nunca aparece? Es difícil ver el paisaje y todo está lleno de ruido. ¿Quién recuerda cómo frenar? Sigamos.

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«Cuando había que formular un deseo porque era la primera vez -primeras fresas, primeras nieves, primeras mariposas-. Lucile deseaba siempre lo mismo. Soñaba que se hacía invisible: verlo todo, escucharlo todo, aprenderlo todo, sin que nada palpable señalara su existencia». Me obsesiona esta frase de Nada se opone a la noche. Es uno de esos deseos profundos que te atraviesan desde la niñez y se quedan enquistados.

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Últimamente pienso mucho en las cosas que quedan atrás cuando abandonamos la infancia. ¿En qué momento se vuelve incorrecto, casi ridículo, lo que fue un placer? Caminar descalza, saltar en la cama, meter los pies en un charco, lamer un polo de hielo, hacer volteretas, subirse a un árbol, buscar formas en las nubes, imaginar que las motas de polvo que flotan tras la ventana son el rastro que dejan las hadas... ¿Se deja de disfrutar? Pocas frases odiaba más cuando era niña que el clásico «ya eres demasiado mayor para esas cosas». La seriedad está sobrevalorada.

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El otro día, una anciana estaba sentada en un banco dándole de comer a los patos de un parque que tenemos cerca de casa y mis hijos no tardaron en unirse al plan. Mirándolos pensé: «No son tan diferentes, solo al comienzo y al final de la vida se tiene la mente ligera y se disfruta de lo sencillo».


Después de lo  mucho que os gustó la ilustración de 
«El mapa de los anhelos» que hizo Ariadna Oliver, y para celebrar que en breve saldrá a la venta la edición especial ilustrada de «Nosotros en la luna», aquí tenéis a Ginger y Rhys. Un detalle para agradecer todo el cariño que le habéis dado a esta historia desde que llegó a librerías, hace ya tres años. La tenéis en distintos formatos por si os apetece usarla o imprimirla para meterla dentro de vuestros ejemplares (es lo que suelo hacer con todas las ilustraciones, marcapáginas y detalles que me hacéis). Ojalá os guste tanto como a mí.


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A veces me da por escribir. Dibujar constelaciones, contar pecas, otoños y locuras, colgarme de la luna, tener alas...

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  • La teoría de los archipiélagos
  • El mapa de los anhelos
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  • Tú y yo, invencibles
  • El chico que dibujaba constelaciones
  • Bilogía Deja que ocurra
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