Alice Kellen
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¿Alguien más tenía también la extraña sensación de que este 2020 no iba a terminar nunca? Ha sido un año muy gris y no me da ninguna pena decirle adiós con la esperanza de que lo que venga sea mejor. Así que aquí estamos, a nada de que ocurra; el mes pasado me salté el «cajón desastre» y no quería volver a hacerlo porque, de alguna forma y aunque no tenga mucho sentido, creo que necesitaba cerrar el año delante del teclado. Y sí, sé que nada cambia drásticamente al entrar en el 2021, pero dejadme con mis supersticiones.

 El otro día, cuando sacamos los adornos de Navidad, recordé que a los dieciséis años me fascinaba el prólogo de Desde mi cielo, que decía así: «Dentro de la bola de nieve del escritorio de mi padre había un pingüino con una bufanda a rayas rojas y blancas. Cuando yo era pequeña, mi padre me sentaba en sus rodillas y cogía la bola de nieve. La ponía del revés, dejaba que la nieve se amontonara en la parte superior y le daba rápidamente la vuelta. Los dos contemplábamos cómo caía la nieve poco a poco alrededor del pingüino. El pingüino estaba solo allí dentro, pensaba yo, y eso me preocupaba. Cuando se lo comenté a mi padre, dijo: no te preocupes, Susie; tiene una vida agradable. Está atrapado en un mundo perfecto».

 A veces, la vida real da miedo.

Los problemas diarios, las cosas acumuladas que arrastramos o esos pensamientos recurrentes de los que no conseguimos desprendernos. A mí me atacan por las noches, cuando me desvelo un poco. Miro a mi hijo, dormido a mi lado con esa placidez de la infancia que nunca regresa, y siento una mezcla de alegría y temor. El otro día le preguntaba a J: «¿Con qué soñará?». Y la respuesta la averigüé poco después al oírlo susurrar en la oscuridad: «Mickey Mouse, Mickey Mouse…». Imagina qué maravilla: la cabeza vacía, liviana, lista para absorber todo lo que llegue al día siguiente y, como única compañía, un simpático ratón con voz extraña que soy incapaz de imitar por mucho que lo intente. Yo, en cambio, tengo sueños raros. O pesadillas. Y lo peor es que a veces me asaltan cuando estoy despierta: dejo que la negatividad venza y empiezo a pensar en las noticias que he visto o leído esa mañana, en enfermedades, en accidentes, en temores que carecen de lógica…

Me freno, aunque no siempre es fácil.

Recuerdo que tengo un hijo maravilloso y otro en camino, una familia con sus luces y sombras (como todas las familias que conozco), más amigos de los que jamás imaginé (porque soy consciente de mis rarezas y de mi necesidad de soledad), y el mejor compañero de vida posible; lo sé porque es el tipo de hombre que ni siquiera es capaz de matar a un insecto: cuando en casa entra una araña o una palomita, se toma la molestia de levantarse, ir a por algo para cogerlo con suavidad y soltarlo por la ventana. Llevamos más de una década juntos y nunca lo he visto aplastar con el pie a ningún bicho. Y adoro eso de él.

 Así que a pesar de que este año ha sido desastroso para todos, intento coleccionar los pequeños detalles y refugiarme en ellos. También en los libros. Siempre en los libros. Todos necesitamos encontrar una grieta en la que sentirnos a salvo. Durante los últimos meses he estado más dispersa y he leído menos, pero el balance general ha sido bueno. Ya sabéis que podéis ver mis lecturas por stories, pero quería destacar los títulos que más he disfrutado:

 “Canciones de amor a quemarropa”: Porque descubrí a Nickolas Butler y ya no pienso perderme ninguna de sus publicaciones. Me gusta su voz, su estilo y que arriesgue con personajes masculinos complejos que se alejan de los héroes.

“Tiene que ser aquí”: Porque, si soy objetiva, quizá sea mi mejor lectura del año. Maggie O’Farrell no solo escribe de maravilla, sino que, además, crea estructuras dificilísimas y personajes humanos llenos de luces y sombras, ¿qué más se puede pedir?

“Por si me oyes”: Porque, aunque trata un tema muy duro, la autora supo hacerlo con mucha sensibilidad. El estilo es limpio, sencillo (pero nada simple) y bonito. Me ganó por su sutilidad y esos pequeños detalles que a veces lo son todo.

“Éramos unos niños”: Porque, pese a que quizá no fue tan emocional como esperaba, Patti y Robert se quedaron conmigo; han pasado meses y a veces escucho las canciones de ella o contemplo las fotografías de él. Y las últimas páginas son, sencillamente, un regalo.

“Tomates verdes fritos”: Porque es una historia atemporal que no podría estar mejor escrita y, además, tiene uno de los capítulos más increíbles que he leído este año (trata sobre «los cojones» de los hombres y algún día, cuando venga al caso, os lo enseñaré por aquí).

“Todos quieren a Daisy Jones”: Porque siempre confío en esta autora cuando necesito encontrar algo que me saque de un parón lector y, sobre todo, la novela tiene una estructura diferente, original y arriesgada; sin duda, es lo que la hace memorable.

“La ridícula idea de no volver a verte”: Porque conecté de una manera especial con este libro y a menudo me apetece hojearlo de nuevo. Mientras leía, tenía la sensación de que Rosa Montero se había metido en mi cabeza y eso ocurre en muy pocas ocasiones.

“Ébano”: Porque todo el mundo debería leerlo para adentrarse en África de la mano de un hombre que recorrió sus caminos, vivió entre su gente y quiso plasmarlo para acercarnos a un continente que a menudo cae en el olvido. Un pequeño viaje para reflexionar.

 Esas han sido las lecturas que me llevo, así que mi gran propósito del próximo año no podría ser otro que leer libros que se queden conmigo, de los que guardas en un lugar especial de la estantería y hojeas en busca de las palabras que tanto te calaron. Cada vez tengo más claro que no importa tanto la cantidad, sino la calidad. Y cuando encuentro una de esas joyas intento leerla despacito, saboreando cada frase y descubriendo lo que esconde entre líneas.

 Tengo más metas, por supuesto. Pero este año he decidido que nada de cosas grandilocuentes del estilo «hacer un triatlón» o «no volver a comer ni un solo ultra procesado». El otro día estaba delante del escritorio y me dije: «Venga, haz una lista de cosas que puedas cumplir». Así que mis propósitos razonables para este año van desde cuidar y mimar las plantas que tengo en casa, pasando por disfrutar de tiempo de calidad en familia o apuntarme a ese curso de fotografía analógica que llevo meses mirando de reojo.

 Y escribir, claro.

Escribir para respirar.

 Hace poco me preguntaban en una entrevista qué significaba para mí escribir y no se me ocurrió mejor manera de describirlo que con la palabra «necesidad». Sé que, si mañana dejase de publicar, seguiría escribiendo. De hecho, ya lo hago. Quiero decir: escribo muchas cosas que nunca salen a la luz; pequeños relatos, reflexiones, tonterías mías. No sé vivir sin hacerlo. Creo que empecé a tener un diario en torno a los doce años. Las novelas, en realidad, no son tan diferentes; dentro de ellas una vuelca aquellos temas que le preocupan en un momento determinado, sus ideas, dudas, miedos, deseos y aspiraciones.

 Tengo un año por delante para escribir la historia que tengo entre manos, una semilla que lleva en mi cabeza desde hace mucho tiempo, que ha ido cambiando conforme la regaba y que ahora ya tiene título y un comienzo y una estructura. Es mágico verla crecer y tener la oportunidad de hacerlo con tiempo, mimando cada palabra. No sé qué saldrá de ahí, si conseguiré volcar todo lo que tengo en mi cabeza o el resultado acabará siendo diferente, pero sí sé que estoy ilusionada y creo que esa es la primera pieza para que el puzle funcione.

 Estas navidades están siendo (y van a ser) distintas.

Si he de ser sincera, nunca me han gustado estas fechas. Al menos, hasta que Leo llegó a mi vida. Entonces adquirieron otro color, dejé de pensar en los que ya no estaban, en las cosas de las reuniones familiares que no me gustan o en el estrés de comprar regalos; en cambio, he vuelto a vivirlas de una manera más sencilla, disfrutando de los pequeños momentos y de esa ilusión infantil que se termina contagiando sin remedio.

Así que, pese a las circunstancias, están siendo especiales.

 Él suele decirme: «No siempre podemos cambiar una situación, pero sí la manera en la que decidimos afrontarla». Y es muy cierto, aunque a mí me cueste adaptarme o ver el vaso medio lleno. Venga, ahí tengo otro propósito para 2021. Pero en esta ocasión no he querido esperar hasta entonces antes de ir poniéndolo en práctica. Y así vivimos estos días por aquí: con villancicos de fondo, jugando en la alfombra del salón (alguien debería indemnizar a esta bendita alfombra), inventando historias y deseando que lleguen tiempos mejores. O lo que es lo mismo: con ganas de cerrar ventanas por las que estamos hartos de mirar y  de abrir puertas que llevan todo el año atrancadas. 


Hasta que no me he sentado delante del ordenador a escribir esta entrada no me he dado cuenta de que llevaba mucho tiempo pensando en todo este asunto sobre el trabajo, la maternidad, la conciliación, hasta qué punto nos afecta a las mujeres y cómo podemos cambiar las reglas.

 El otro día, cuando anuncié que en febrero sacaría nueva novela, me llegaron un montón de mensajes preguntándome sobre cómo me organizaba para escribir con el enano y ser tan productiva. En general, es una cuestión que encuentro semanalmente al revisar los privados. Me hizo reflexionar. A veces también parece sorprender que lea libros, vea series o, en resumen, tenga vida más allá del hecho de ser madre.

 No niego que la maternidad es absorbente. Lo es. Tampoco niego que el concepto «tiempo libre» se estrecha hasta límites insospechados. Pero, pese a todo esto, creo que es fundamental que una no se olvide de sí misma; no es egoísmo, es la prevalencia de la propia identidad. Hay etapas, claro. El día que coges a tu hijo en brazos comprendes que nunca podrás querer tanto a ningún otro ser humano y todo se reduce a esa personita; durante un período, tuve la sensación de que el resto del mundo había desaparecido y de verdad que podría haber caído un meteorito a dos metros de casa y yo habría dicho «paso de ir a verlo, estoy demasiado ocupada mirando esta maravilla que tengo en brazos».

 Mi hijo nació en noviembre de 2018. No volví a escribir en serio hasta el 1 de septiembre de 2019. Lo del día 1 no es casualidad, sino algo relevante: me puse un límite. En el fondo, sabía que necesitaba volver a poner en marcha mi mente después de meses adormecida. No fue fácil, casi como un mecanismo que tiene que ser engrasado de nuevo, pero lo hice. Esta frase de George Bernard siempre me ha gustado: «La imaginación es el principio de la creación. Imaginas lo que deseas, persigues lo que imaginas y finalmente, creas lo que persigues». En casa nos dividimos la crianza y las tareas del hogar de la forma más equitativa posible, así que, al principio, llegamos a crear un «sistema de repartición del tiempo». Yo usé mi tiempo correspondiente para documentarme, leer y escribir hasta que terminé esa novela. Fue un reto personal.

 Y esto me lleva a otro punto importante: no creo en la inspiración, sí en el trabajo. En mi caso, escribir lo es y me lo tomo en serio, así que procuro dedicarle varias horas diarias de lunes a viernes. En 2018 y 2019 hice un proyecto por año, pero este 2020, quizá gracias al confinamiento y algunos hábitos, logré terminar dos.

Los hábitos, como comentaba, son importantes.

Y la maternidad me empujó a hacer cambios.

Por ejemplo, ya no se me pasa por la cabeza la posibilidad de quedarme hasta las cuatro de la madrugada escribiendo; de hecho, desde junio me prohibí encender el ordenador por las noches o dedicarles tiempo a las redes sociales y, hasta la fecha, estoy orgullosa de haberlo cumplido. Además, las tardes son para jugar y disfrutar en familia. Otra cosa que ha cambiado es mi relación con eso, con las redes: voy justa para actualizar las mías y responder mensajes, así que intento no perder el tiempo innecesariamente. Es un ejercicio fácil: revisa las horas del móvil que has dedicado semanalmente a mirar contenido e imagina todo lo que podrías haber hecho con ese tiempo. Ojo, las redes sociales son una parte fundamental del trabajo y las necesitamos para llegar a los lectores, tienen muchas cosas buenas y seguir cuentas que te aporten puede ser muy enriquecedor, pero no hace falta entrar veinte veces al día ni que Twitter se convierta en tu segunda casa. A no ser que tengas tiempo para ello, claro; al final, es evidente que todo es cuestión de elecciones y prioridades.

 No distraerse es fundamental y la mejor manera de sacarle provecho al poco tiempo del que una disponga. Cuando me siento delante del ordenador, procuro tener el móvil lejos (sobra decir que no tengo ninguna notificación activada nunca). De hecho, si estoy hablando con alguna compañera y una de las dos va a ponerse a trabajar, nos despedimos con un «cuando acabes avisa y seguimos», porque entendemos que esa hora (o el rato que tenga) es importantísimo y ya divagaremos en cualquier otro momento.

 Hace años leí una entrevista de Susan Elizabeth Phillips en la que hablaba de su forma de trabajar y me resultó muy inspiradora. Lo hacía tres horas diarias, de lunes a viernes. Eso sí, con un cronómetro al lado. ¿Por qué? Pues por las mencionadas distracciones. Si la llamaban por teléfono, paraba el cronómetro y volvía a activarlo cuando se sentaba de nuevo. Porque al final, ¿qué sentido tiene pasar ese tiempo delante de la pantalla del ordenador si la mitad estás mirando una mosca y la otra mitad echándole un vistazo a las tendencias de Twitter? Para eso, casi mejor tomarse el día libre y disfrutarlo como es debido.

 Y, por supuesto, está de más decirlo, pero escribir es mi trabajo. Qué menos que ser profesional y dedicarle el tiempo que se merece. Respecto a esto, os contaré una anécdota: cuando mi chico y yo decidimos hace casi una década que queríamos montar una empresa y trabajar desde casa, nuestros conocidos se llevaron las manos a la cabeza porque, claro, no era algo seguro, no era estable. Logramos sacarlo adelante con esfuerzo (muchas horas e infinitos quebraderos de cabeza). Pero, por aquel entonces, una de las cosas que me sorprendió fue que la gente que nos rodeaba pensaba que teníamos todo el tiempo del mundo para quedar a tomar un café, charlar por teléfono o dar una vuelta, porque, «total, si estáis en casa, ¿no?» Me di cuenta de que tenía que conseguir que los demás respetasen mi trabajo y la única forma que se me ocurrió fue, en primer lugar, haciéndolo yo misma. Esto no significa que no me haya equivocado muchas veces y que, ahora, con la experiencia y echando la vista atrás, tenga claro que haría cambiaría cosas, pero, para que algo funcione, no hay nada tan fundamental como tomárselo en serio.

 Volviendo al comienzo de esta entrada, la maternidad te cambia la vida, sobre eso no hay discusión. El otro día leía una entrevista de Patti Smith en la que comentaba que en su día la criticaron por mudarse a Detroit con su marido para cuidar de sus hijos. Pero luego decía: «Hay que dar muchos pasos para conseguir ser libre. Se es porque uno se cuestiona cada decisión (…) Ser madre no me oprimió. Pero entiendo que a otras personas pueda sucederles. Para mí el sacrificio es parte de nuestra evolución como seres humanos. Cuando uno se sacrifica, crece». Y me gustó leerla, porque creo en eso: el sacrificio, el esfuerzo, la dedicación por las cosas que te importan. En la vida se presentan épocas más duras y otras más ligeras, como un gráfico lleno de picos y bajadas, pero incluso en medio del caos creo que es importante no perderse y luchar por lo que queremos. Siempre dentro de las posibilidades de cada una, claro está. A lo largo de estos años, he dicho que no a varios proyectos, he aplazado otros y, como conté en verano en esta entrada, he aprendido a gestionarme.

 Así que sí, intento sacarle partido al tiempo del que dispongo y, dentro de las limitaciones, darme pequeños placeres. Puede ser cualquier cosa: trabajar, leer un libro, ver una película, ir a hacerme las uñas, ducharme sin prisas, quedar con alguien, dar un paseo por la montaña o tomarme un café a solas y pensar en mis cosas. Quizá suene tonto, pero cuando hablo con otras amigas que son madres todas coincidimos en el valor que ahora le damos a estos actos en apariencia pequeños. Y cuando hablo con otras tantas que llevan encima toda la carga de la maternidad, me entristezco al comprobar lo poco que hemos avanzado, porque si algo he aprendido es que los grandes cambios, esos que están en boca de todos, comienza dentro de cada hogar, durante el día a día, y debería reivindicarse más.

 Como curiosidad, este ha sido el año que más he leído desde que tengo uso de razón. No es broma, no. He pasado los cincuenta libros. Y me hizo reflexionar porque, fíjate, antes tenía todo el tiempo del mundo y, claro, me importaba menos y lo «gastaba» en cualquier cosa. Que, no nos engañemos, sigo teniendo mis días de «no me apetece hacer nada excepto quedarme en el sofá como un calamar», y hay semanas que pasan como un pestañeo y en las que te lías entre médicos, papeleos y tareas diversas que nunca consigo recordar aunque siempre estén ahí. Pero el hecho de que me limiten esa ventana de ocio me ha hecho darme cuenta del valor infinito de los relojes.


Llego tarde, pero llego (o eso espero).

Octubre ha sido un mes rarísimo. Una enciende la televisión y pierde la fe en la humanidad. Entre eso y que la salud no me ha acompañado, cuesta no verlo todo un poco gris. La cosa es que he ido a medio gas, he leído poco y a trompicones, y no han sido unas semanas muy productivas. Esto de «la productividad» daría para una entrada completa, pero ¿a vosotros no os pasa lo de sentiros fatal cuando no avanzáis? Pues eso. Yo creo que debe de ser alguna especie de «culpa social» autoimpuesta que se suma al agobio de necesitar varias vidas para hacer todo lo que a una le gustaría. A veces envidio a la gente que apenas tiene aficiones o propósitos. Es decir, en el fondo no sé si lo soportaría, pero imagino que esa falta de inquietudes debe de ser como respirar profundamente sin pensar en nada.

 Antes no era así. Me refiero a cuando era adolescente; entonces, no me importaba pasarme dos semanas en la cama con una gripe o dejar cosas atrás y seleccionar otras tantas porque sabía que tenía toda la vida por delante para retomar esos «abandonos». No me malinterpretéis, ahora también, pero mi forma de enfrentarme a la vida ha cambiado. Últimamente recuerdo a menudo la frase de Llámame por tu nombre: «Si no es luego, ¿cuándo?»

 Quiero hacer varios cursos. Quiero volver a la universidad. Quiero que me guste el té (sé que solo es cuestión de que pruebe todos los existentes). Quiero que me apasione el deporte (¿quién sabe? Me queda por intentarlo con el piragüismo, el chess boxing o el bossaball). Quiero leer las pilas de libros que se acumulan en mis estanterías. Quiero aprender sobre fotografía y arte para poder apreciarlo mejor. Y quiero… quiero…

En fin, que no. Que la vida no da para tanto. Pero hace poco hablaba del tema con una amiga y me dijo: «vale, siendo realistas quizá ahora no sea el momento ideal, pero lo importante es que esos sueños siguen ahí y no hay que perderlos de vista».

 El otro día leí que el otoño es la época perfecta para desprenderse de lo que sobra e ir en sintonía con la propia naturaleza. Tiempo de renovación y maduración. ¿Y la satisfacción de dar un paseo y escuchar el crujir de las hojas secas bajo los pies? Al enano le encanta cuando salimos a recoger hojitas de colores y piñas y palitos. A mí el otoño me parece la estación más nostálgica de todas, aunque es muy inspiradora y reconfortante.

 Y, en estos tiempos que corren, nada como quedarse en casa con una mantita cerca y los gatos alrededor. Este ha sido el mes de The Boys. Qué maravilla de serie. Puro entretenimiento, no busquéis más. Quiero confesar que odio las series de superhéroes, así que cuando J me propuso verla lo miré… raro. Él sabe exactamente cuál es esa mirada. Pero, para mi sorpresa, me atrapó. Es gamberra, divertida, con un ritmo trepidante y unos personajes geniales. ¿Qué pasa cuando los superhéroes no son tan buenos como deberían y se convierten en un producto de marketing de una gran empresa? Ahí lo dejo.

 También empezamos a ver Pequeños fuegos por todas partes. Tuve mis más y mis menos con el libro, cuando lo terminé me quedé con la sensación de no conocer a los personajes y de que esperaba más. La culpa fue mía, eso seguro, porque las expectativas en realidad sirven para poco. En la serie hay muchos «añadidos», pero creo que fue una buena forma de redondear la trama. Me dejó un poco la misma sensación que la novela: uno de esos casos en los que piensas que algo te va a maravillar y te deja indiferente.

 Libros, libros, libros.

Terminé Detrás del hielo, que no estuvo mal. Y La trenza me gustó bastante y me sacó de un pequeño bloqueo con la ficción (es un libro cortito que se lee solo). Pero empecé varias historias que dejé a medias y al final me refugié en algunos libros de documentación y en la biografía de Rosa Parks, que fue muy ligerita e interesante, y aproveché los ratos muertos para avanzar con Escribir ficción, de la escuela Gotham Writers’ Workshop. Todavía no lo he terminado, pero se lo recomendaría a cualquiera a quien le guste escribir.

 Y hablando de esto de escribir…

Me he pasado octubre igual que septiembre: corrigiendo. No puede decirse que sea la parte más divertida del proceso, desde luego, pero, mientras tanto he seguido trabajando en la idea de lo que viene y tomando notas. Hay días en los que frenar el impulso de lanzarme a escribir es más duro que no asaltar la despensa en busca de la tableta de chocolate que guardo allí. Pero creo que valdrá la pena la espera. Aprovecho los paseos para escuchar sus canciones: mi obsesión actual es An Evening I Will Not Forget.

 Me temo que el «cajón desastre» de este mes ha sido tan caótico como mis días de octubre, ¿qué se le va a hacer?, pero no quería despedirme sin dejaros este vídeo y un cortometraje de Nicolas Lichtle sobre este 2020 tan desolador como bello.

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A veces me da por escribir. Dibujar constelaciones, contar pecas, otoños y locuras, colgarme de la luna, tener alas...

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