El olor de las casas en Navidad

El olor de las casas en Navidad es abrir un álbum de fotografías y dejarse inundar por la nostalgia. Diciembre siempre se atasca en el embudo del año. No es fácil hacer las paces con estas fechas, porque la Navidad orbita en torno a la familia y todas las familias tienen heridas. Junto al aroma de las gambas y el cordero y el turrón, toca volver a coger un bisturí con el que abrir despacito las cicatrices que hemos ido cosiendo y, luego, nos vemos obligados a inclinarnos para mirar a ver qué encontramos dentro, entre el polvo y el olvido, aunque siempre hay lo mismo: vacíos y silencios y fragilidades y culpas.

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En ocasiones, llega el invierno al corazón. De repente, no te entienden y tú tampoco entiendes, todo se congela, y lo único que deseas es meterte en una madriguera, vivir hacia dentro, huir del ruido y quedarte en ese rinconcito hasta que pase la ventisca. Vas desenredando ideas lentamente, tienes un ovillo de lana en la mano y los dedos tiran de los hilos de colores con suavidad. En mi refugio hay tiempo para releer aquellos libros que fui, hacer galletas de avena y plátano, coleccionar sonrisas de niños salvajes, garabatear en libretas y contemplar el fuego de la chimenea. De vez en cuando me asomo a la ventana, pero ahí fuera todo sigue igual: no deja de nevar. 

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Me dice una amiga: «Eres madre y de pronto no piensas en otra cosa que no sea en la muerte». Y es verdad. A todas horas: noches en vela, en el supermercado, mientras conduces, si hace un día de viento, al leer el periódico por la mañana. Cuando me pusieron a mi hijo en brazos, lo primero que me vino a la cabeza fue: «Ya no puedo morirme». Una responsabilidad más; a medio camino entre reciclar y ser puntual, hay que continuar respirando. Asimilas de repente que solo eres un amasijo blando de carne y huesos, y aparecen miedos y estadísticas. Tú, que te tirabas desde cualquier sitio sin pensar. Tú, que te dejabas llevar en esto de vivir porque tenías todo el tiempo del mundo por delante. Tú, que eras de no pisar un hospital ni medio agonizando. Y ahora ahí estás, observando esa peca desde ángulos imposibles, bajo la luz del baño, intentando recordar si era igual la semana pasada. Qué cosas, esto del tiempo y las prioridades y la vida.

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Llevo un año analizando manzanas. He probado variedades de diversos supermercados y mi conclusión es que las Pink Lady son perfectas. De verdad, no les sobra ni les falta nada. No son harinosas ni parecen cemento, no están demasiado dulces ni son ácidas: crujen, te exigen que las mastiques bien y el sabor está equilibrado. Tienen un tamaño mediano, tirando a pequeño, ideal para cogerlas con una sola mano y poder seguir haciendo cosas con la otra mientras comes. Es más difícil encontrarlas en esta época del año, pero vale la pena el esfuerzo. Eso sí, no las uséis para hacer pancakes navideños, queda un regusto extraño al mezclarlas con el sirope y no se llevan bien con la miel. Tampoco sirven para hacer pasteles. Digamos que estas manzanas solo aspiran a ser manzanas, cosa que me parece admirable, porque quien mucho abarca…

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Ese momento tumbada en la cama junto a un hijo, en silencio, cuando él te mira y tú lo miras, y él sonríe y tú sonríes, las frentes muy juntas, ninguno dice nada porque basta con habitar el silencio en el minuto más trascendental de los mil cuatrocientos cuarenta que tiene el día, y oír la respiración del otro, y tomar conciencia de que estáis vivos. Piensas: «¿Cómo puede existir alguien tan perfecto, tan bello, tan impoluto? Todavía no tiene prejuicios, todavía no arrastra mochila, todavía no alberga maldad. Todavía.

Semanas atrás, en uno de esos tantos cumpleaños infantiles en los que nunca siento que esté a la altura de las circunstancias, acabé teniendo una conversación que me gustó con otra madre sobre lo maravilloso que es pensar que tu hijo te cae bien, desear estar a solas con él, jugar y cocinar y pasear y reírte a carcajadas. A veces, los niños me parecen mucho más interesantes que los adultos. Para empezar: son divertidísimos, no tienen filtro, jamás se aburren de las bromas escatológicas, tienen una sensibilidad fascinante, su asombro conduce a tu asombro y si hablas con ellos (prestando atención, tratándoles de tú a tú, dejándote ver) te sorprende todo lo que saben y lo que son capaces de percibir.

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La literatura da y a cambio solo pide tiempo. Hay novelas que son abrigos en invierno, cobijan y calientan; y hay novelas que son espejos en los que poder mirarse; y hay novelas que son un picor incómodo que no puedes quitarte de encima; y hay novelas que son una bomba de relojería porque tiran tus convicciones por los aires y te hacen replantearte cosas que creías tener claras; y hay novelas que duelen y sanan, todo a la vez; y hay novelas que te lanzan un puñado de interrogantes. Ningún libro es imprescindible, pero entre todos forman un tejido de vida a base de palabras y terminan por convertirse en una red que nos impide caer y nos mantiene a flote. Los libros salvan, de eso estoy segura.

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Idealizamos las vidas que no tenemos, esa fantasía que deslumbra hasta cegar. En el fondo, basta pensar algo para que empiece a tomar forma, aunque sea abstracto, aún sin nombre. Todo es una mezcla de lo que sí pasó y lo que no, de los silencios y las palabras derramadas. Sobre lo que podría capturarse en una fotografía, flotan ideas, miradas, deseos, dudas infinitas. Aquello convive y se condensa en un mismo espacio, pende de un hilo. En el diario se escribe sobre lo que ocurre y en la ficción sobre lo que somos y lo que no ocurre. Lo mejor de lo segundo es sentarse delante del teclado en uno de esos días grises e ir pulsando las teclas, formando palabras, frases, párrafos; dejar que entre la luz, diseñar ventanas y puertas que segundos atrás no existían, colocar detrás de guiones lo que nunca te atreverás a decir en voz alta, moldear como arcilla con los dedos, probar y tocar y transformar y volver atrás, más atrás, y luego dar un salto de gigante hacia delante. En una novela lo que ha pasado puede no pasar, los diálogos se cambian como cromos, las escenas se eliminan, nada es irreparable, todo es un juego. Escribir es volver a ser niña, tener un puñado de piezas de lego en las manos y dejar en la caja el tedioso manual de instrucciones en cuanto tienes claros los pasos a seguir.

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A día de hoy, en este presente inabarcable, podría considerarse que releer es un acto de rebeldía. Se acumulan libros por todas partes, en distintas casas, guardados en cajas y en bolsas destinadas a terminar en la biblioteca, pero desde hace unos meses solo me apetece volver atrás, coger aire, repensar. En medio del ruido, la rapidez y la ansiedad que se cuela bajo la puerta sin previo aviso, he buscado quién fui en la ternura de La sonrisa etrusca, me he vuelto a encontrar entre los veranos luminosos de La insolación y en El camino, que fue la primera lectura escolar que me conquistó. Tengo tropecientas ediciones de El Principito, pero nada como volver a ese ejemplar de páginas amarillentas y sueltas que hay que pasar con mucho cuidado. Y está Salinas, está Biedma, está Dickinson. A medias, Las uvas de la ira descansa junto al lápiz con el que anoche subrayé sobre lo ya subrayado: «¿Cómo vamos a vivir sin nuestras vidas? ¿Cómo vamos a saber quiénes somos sin nuestro pasado?» Me he propuesto empezar el año con más ecos del ayer, esperan en la mesilla formando una torre irregular Tomates verdes fritos, Lo que el viento se llevó, Ébano y Detrás del hielo.

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Otro viaje al pasado es quedar con tu profesor a tomar café. Cuadramos agenda, veo por delante todo el calendario rojo. Le digo: «Deberías haber explicado más en el instituto que la vida adulta era una estafa». Él contesta: «Creo recordar que se habló de ello». Cuando vuelvo a casa, me pregunto qué le diría a la persona que fui con diecisiete años, la que nunca tenía prisa y, como él me recordó una vez, era capaz de pasarse horas mirando por la ventana. Se me ocurren muchas cosas trascendentales y útiles que esa chica, lo sé bien, ignoraría. Así que creo que cruzaría los dedos y optaría por un clásico sin pérdida, algo como: «Deja de ser tan idiota».

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Entre las peores costumbres conocidas está la de pensar al meterte en la cama. Terrible. No lo hagáis. Una vez empiezas, es difícil quitar el hábito. El ambiente no ayuda: la penumbra, el silencio, la pausa, todo ese vacío que te pide que lo llenes. Con mi hijo mayor, que es de pensar al acostarse, al levantarse y durante el resto del día, hago un juego que consiste en visualizar una carretera llena de farolas. Las bombillas encendidas son las ideas. Avanzamos despacio pero de forma constante, las vamos apagando: una, dos, tres, cuatro, cinco, seis… y así hasta que la cabeza se queda completamente a oscuras.

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En México, Guadalajara, rodeamos la Glorieta de las y los desaparecidos mientras nos explican la historia del monumento, que actualmente está empapelado con los carteles de miles de personas que se encuentran en paradero desconocido en el estado de Jalisco. Se te pone un nudo en la garganta al ver todos esos rostros, muchos aún con rasgos aniñados, que parecen mirarte directamente a los ojos y arrojar interrogantes sin cierre. Jesús Medina dijo que la glorieta es «una herida abierta» y no se me ocurren palabras más acertadasporque es difícil que ese dolor no te salpique y que consigas alejarte de allí sin que los ojos se te llenen de lágrimas.

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Mi único propósito de cara al próximo año es decir muchas más veces la frase «no lo sé». Casi siempre tengo que pararme a respirar hondo antes de ser capaz de formular esas tres palabras pero, cuando lo consigo, lejos de sentirme tonta, estoy pletórica. Debe de ser algo instintivo esa necesidad de dar una opinión sobre todo y de coleccionar certezas a las que aferrarnos, pero qué bien sienta asumir la irrelevancia de una idea, lo placentero que es no tener nada que comentar, la valentía al admitir que no sabes, no sabes, no sabes. 

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Se puede empezar una entrada diciendo que la Navidad es una herida y terminar de escribirla semanas después junto al radiador, en un rincón de Wroclaw, a dos calles de un mercado navideño lleno de luces de colores, el olor a comida de otras vidas —salchichas especiadas, chucrut, zurek, vino caliente—, la musiquilla propia de cuentos antiguos, suelos adoquinados y gnomos que buscar en cada esquina. Los niños, sin saberlo, siempre llevan hilos en las manos y sus risas son puntos de sutura. Por la mañana la nieve impoluta cruje tras cada pisada, les digo «es un sonido precioso, es un sonido que no me recuerda a ningún otro sonido, lo más parecido sería morder una zanahoria con fuerza», por la noche contemplo a través de la ventana esa misma nieve que brilla bajo el fulgor de las farolas y pende de los tejados. Jugamos a imaginar: es azúcar, es algodón, es una nube y el mundo está todo del revés. El frío revela las respiraciones ajenas, las manos sostienen tazas de chocolate caliente, las acogedoras cafeterías y librerías de la zona son buenos lugares donde refugiarse, aparecen hombres de barba blanca vestidos de rojo que, en teoría, deberían resultar ridículos y, en la práctica, son graciosos. La Navidad se contagia como una gripe y te entra hambre de amor. Pienso en aquella frase de Clarice Lispector: «La vida es igual en todas partes, lo que se necesita es gente que sea gente». 

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