Se abre paso el otoño


Intentar explicarle a un niño que lo importante no es ser el mejor es un desafío en este mundo donde todo tiene un ranking (los libros, los hoteles, los restaurantes, los lavaderos de coches); donde conseguir más «me gusta» determina tu valor social; donde la gente habla constantemente de ventas, presupuestos, objetivos, donde lo de «menos es más» suena arcaico y donde las cosas deben tener una utilidad, a ser posible cuantificable.

De pequeña me hacía gracia cuando el principito llegaba al cuarto planeta y conocía al hombre de negocios. Estaba tan ocupado haciendo números que ni siquiera se molestaba en mirarlo mientras recitaba: «Tres y dos son cinco, cinco y siete doce. Doce y tres, quince. Quince y siete, veintidós. Veintidós y siete, veintiocho. No tengo tiempo para entenderlo. Veintiséis y cinco, treinta y uno… ¡Uff! Da un total de… quinientos un millones seiscientos veintidós mil setecientos treinta y uno». Entonces el principito le preguntaba: «¿Quinientos millones de qué?» Y el otro le decía que de estrellas, porque le servían para ser rico y ser rico le servía para poseer más estrellas: podía escribir el número que tenía en un papel y luego meterlo en una caja fuerte en el banco. Divertido, ¿no? Recuerdo reírme en voz alta al leer los diálogos porque me parecían absurdos, y va y resulta que años más tarde una ola que no vemos venir nos impulsa a convertirnos en ese hombrecillo triste, serio y atareado, quizá más sutil y menos hilarante, pero en el fondo viene a ser lo mismo.

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Hay jardines y hay páramos. Todo es seguir caminado.

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Entramos en septiembre. Se estropea el lavaplatos y el cable de Internet, toca viajar atrás en el tiempo. Y ocurre algo curioso: tras el primer momento de frustración, dejamos de intentar buscar cosas en la red cada cinco minutos. Se lee. Se pasea. Se habla. Luchamos por ver quién friega. A una semana de que empiecen las clases, gana el que lo consigue. Esa media hora enjabonando platos y tazas no tiene precio. Los pájaros danzan delante de la ventana. El sol cae. Hay un silencio maravilloso.

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Hacerse mayor es decir cada vez con más facilidad la palabra «no». Tan corta, tan simple, y qué manera tiene de atascarse en la garganta. Hasta que fluye. De repente, casi resbala como si bajase por un tobogán, se vuelve ligera. Ni siquiera hace falta que vaya acompañada de su mejor amigo «porque». Vuela sola, sin necesidad de excusas o explicaciones, como cuando eres niña. «Recoge los juguetes», no. «¿Te apetece quedar a comer?», no. «¿Quieres ir al cumpleaños de fulanito?», no. «¿Te iría bien hacer esto a finales de mes?», no. Y así hasta que la agenda se va despejando.

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De pequeña me encantaba bajar al huerto que tenía mi abuelo. Sentada, en silencio, observaba ese cachito de mundo que invadían las zarzamoras. Él usaba para regar un sistema a través de un canal con compuertas que abría y cerraba para controlar el paso del agua. Veo justo así el comienzo de una relación: la conversación es el agua, las compuertas los límites, el caudal la confianza. No sé de qué depende ese vínculo inicial entre dos personas, las ganas de saber y de dejarse ver o la complicidad contenida en una mirada, pero me gusta imaginar los laberintos del corazón; el agua fluyendo al ritmo adecuado, las compuertas de piedra moviéndose arriba y abajo, los estancamientos necesarios porque en la pausa hay serenidad y en la serenidad hay verdad. Y, finalmente, la llegada al campo ya salpicado de raíces diminutas: los tallos estirándose, los frutos madurando, la intimidad brotando entre el desorden cotidiano.

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Si alguien te dice que no te entiende, que eres una contradicción, que no encajas en la etiqueta que quiere para ti, le contestas que tienes una personalidad poliédrica. Y, si ocurre al final del día, limítate a decir que no eres un puto tarro de mermelada.

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Llegó el otoño: la hojarasca crujiendo bajo los pies, el frescor al anochecer, la sábana, los mosquitos tardíos zumbando desubicados, las peras blanditas que por fin vale la pena llevarse en la cesta de la compra, café caliente, el placer de la manga larga a primera hora del día, el cargamento de leña anual, las piñas, las setas, los gatos buscando calor, pilas de libros desordenados en la mesilla de noche. Y también los mocos, el estrés de las mañanas, el termómetro siempre cerca, los niños saltando en los charcos, las extraescolares que intentas evitar en vano, el calendario avanzando cada vez más rápido tras el paréntesis veraniego, las tiendas que empiezan a vender cosas navideñas en octubre, el pelo que se cae, los suspiros largos, el reloj que no se detiene.

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Los prejuicios son un lastre. No hay manera de librarse de ellos, te quitas unos y llegan otros. Yo llevo montones en los bolsillos, pesan toneladas, y cada cierto tiempo me pregunto cómo aparecieron, qué los hizo crecer, por qué permito que se queden o de qué miedos me protejo con ellos. Este párrafo de «Un caballero en Moscú» fue una luz: «¿Qué puede revelarnos una primera impresión de nadie? Pues no mucho más de lo que un acorde puede hacerlo de Beethoven, o una pincelada de Botticelli. Por naturaleza, los seres humanos son tan caprichosos, tan complejos, tan maravillosamente contradictorios, que merecen no sólo nuestras consideración, sino también nuestra reconsideración, y nuestra firme determinación de guardarnos nuestra opinión hasta habernos relacionado con ellos en todas las situaciones y a todas las horas posibles». Tendré que releerlo cada semana para que la idea cale.

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Como toda persona sensata tengo una lista de música titulada: «Canciones para llorar feliz». Va bien en los días nostálgicos y otoñales. Un paseo por el monte con los cascos puestos y, media hora después, todo pesa menos. Os dejo unas cuantas en castellano. Ya otro día vamos sumando más:

El gato que está triste y azul – Roberto Carlos
Agárrate a mí, María – Los Secretos.
Acurrucar – Ed Maverick.
Brillas – León Larregui.
Cartas de amor – Mikel Erentxun.
Abrazado a ti - Kevin Kaarl.
Soy un corazón tendido al sol - Víctor Manuel.
Nunca - Ganges.
Cartas amarillas - Nino Bravo.
Chica de ayer – Nacha Pop.

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Se deja caer una amiga por casa a última hora de la mañana. Mientras los niños juegan a lo lejos, me cuenta que acaba de volver del cementerio, que por fin le han puesto a su padre la placa que pidió antes de morir, hace ya unos cuantos años. El diseño final es el siguiente: a un lado el escudo del club de fútbol del Valencia, al otro el del PSOE, y en el centro la frase: «Aquí te espero, Ana». La madre les ha hecho prometer que, cuando muera y la entierren con él, añadirán abajo: «Ya estoy contigo, Enrique». Nada como el sentido del humor y las pequeñas conquistas para combatir el olvido, la pérdida y la tristeza.

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Es una cosa fascinante ver a los niños hablar sobre la muerte. Van por la calle y dicen sin cortarse: «Ese hombre de ahí es muy mayor, morirá pronto». Y reflexionan: «Si los huesos se convierten en polvo, eso significa que el suelo que pisamos está lleno de muertos, mamá». De pronto, sin venir a cuento: «Los dinosaurios existieron hace mucho tiempo, estuvieron aquí incluso antes que la bisabuela». O chafan un bicho, te miran, se encogen de hombros y dicen: «Ha muerto». Luego siguen a otra cosa, se detienen poco ante lo que es ley de vida.

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Lo único que no me gusta del otoño es, precisamente, la palabra «otoño». En valenciano llamamos a esta estación la tardor. ¿No os parece una belleza?

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Obsesionarse con miradas es lo mío. Me atraen porque no hay forma de ponerle disfraz a los ojos. Puedes usar rímel o maquillaje, pero nada de eso cambia la forma de mirar, el gesto, el brillo.


La primera vez que me topé con este cuadro de Émile Friant, fui incapaz de ver nada más allá de la melancólica mirada de ella. Está allí pero no. Imposible adivinar qué le acabará de decir él, aunque es evidente que a la chica no le interesa. El lugar se le queda pequeño, se aburre, piensa «qué habrá allá a lo lejos». Curioso que el cuadro se llame Les Amoureux.

La otra mirada que me ha perseguido este mes pertenece a la obra La chemise verte, de Jan Sluyters. Tiene una fuerza capaz de atravesar el lienzo y posee una mezcla perfecta de erotismo, desidia y enigma que te lleva a preguntarte quién fue esa mujer.

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Instantes de la tarde: me tumbo en el jardín, aparecen motitas cuando miro al cielo y pienso que tengo que ir urgentemente al oculista. Un avión atraviesa la superficie azul como si quisiese partir el mundo en dos. Es tan diminuto como las hormigas que de vez en cuando aparto de las piernas. Si alzo los dedos y los uso para medirlo, compruebo que es más pequeño que una pastilla de ibuprofeno, pero sé que ahí dentro viajan sueños y despedidas y aventuras y comienzos. Me gusta imaginar a los pasajeros con sus bandejas de comida, los auriculares puestos, los libros abiertos, ningún mensaje llegando al móvil hasta que aterricen. Unas horas de desconexión forzosa es un buen regalo.

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A ratos se desea dejar de ser y limitarse a estar. El otro día, sentados en el sofá, le dije: «Imagina que ahora mismo, al apretar un interruptor, pudiésemos transportarnos a un mundo colorido de dibujos animados donde hubiese un huerto. Yo sería una zanahoria y tú una rama de apio. Reinaría un silencio profundo. Y no haríamos absolutamente nada, esperaríamos los días de lluvia, sentiríamos el sol, maduraríamos despacio». Él contestó: «Eso que acabas de decir es perturbador». Pero sé, porque lo sé, que le encantaría ser el apio.

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El desarraigo es una palabra que temo. Ese sentirse fuera, ese estar perdido, ese no encontrar, ese vacío. Solo leerla me provoca siempre un no sé qué incómodo.

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Una ciudad es un paseo sin rumbo, una conversación, sentarse en una terraza y no hacer nada, no aspirar a nada, no pensar en nada; solo contemplar el latir de las calles, la luz de la tarde, el baile de palomas, todo ese ruido, los turistas que llegan y se van como en filas de hormigas bajo el sol veraniego.

Cruzo la mirada con una chica que carga un bebé. Veo a un par de niños con la boca manchada del helado que han comido junto a la Fontana di Trevi. Un hombre se ríe. Hay parejas enamoradas y hay parejas que escapan a Roma en busca de lo que perdieron; y es entonces cuando entienden que el problema no está en la casa, en el trabajo, en la rutina. No pueden huir, no hay distancia que alivie el tedio.

Y, en fin, pienso, quizá en este mar de desconocidos alguien me mire a mí y se diga: qué hace esa chica ahí sola, escribiendo en una libreta, el hielo del café derritiéndose, se está perdiendo la ciudad, tantas cosas que ver. Pero me olvidará diez segundos después como yo los olvidaré a ellos. De eso va todo, esta efímera e ilusoria sensación de libertad.

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