Él, ella y Roald Dahl

Las cajas se amontonaban en el pasillo formando rascacielos de cartón. En las estanterías del salón se distinguían los huecos que habían dejado los objetos ya embalados y guardados, como si la casa fuese una tienda en liquidación a punto de echar el cierre. En una esquina de la alfombra, manteniendo una distancia prudencial, se encontraban él y ella, ella y él (el orden y sus nombres era irrelevante), ambos con las cabezas inclinadas, los pies en paralelo (los de ella cobijados en unos calcetines de colores, los de él dentro de unos zapatos marrones, con cordones marrones y suelas marrones). En silencio, miraban a la tortuga que vivía en el terrario y comía lechuga lentamente.

Su relación había durado dos años, tres meses y seis días; durante ese tiempo, habían compartido quinientos cincuenta y cuatro cafés, habían mantenido sexo ciento veintisiete veces, habían ido a comprar al supermercado en cuarenta y dos ocasiones (cuarenta y tres si contaban aquel día que ella se quedó fuera porque quería fumarse un cigarrillo). Habían ido al cine cuatro noches (él pensaba que era caro), habían hecho senderismo en tres ocasiones, habían viajado en coche cientos de kilómetros, se habían metido juntos en la bañera dos veces (actividad mucho más engorrosa de lo que parecía en las películas) y habían vivido bajo el mismo techo dieciséis meses. Tenían dos camisetas en común, una sudadera roja y una tortuga.

ÉL: Ya no podemos retrasarlo más.

ELLA: ¿Cuándo llegará tu hermano?

ÉL: En media hora. Tenía que esperar hasta que su jefe le dejase la furgoneta para poder cargar con las cajas. Así que, en cuanto a la tortuga…

ELLA: Roald Dahl.

ÉL: Me sigue pareciendo un nombre ridículo.

ELLA: ¿De verdad quieres discutirlo ahora?

ÉL: Iré al grano: debería quedarse conmigo.

ELLA: ¿Ya está? ¿No piensas argumentarlo?

ÉL: Es evidente que soy el más responsable de los dos.

ELLA: ¿Por qué? ¿Solo por ir vestido cada día a la oficina con corbata? Sigues meándote en la taza del váter y lloriqueando cuando encuentras una espina en la merluza.

ÉL: Te estás pasando. Dijimos que nada de más reproches.

ELLA: De acuerdo. En cualquier caso, lo lógico es que me haga cargo de Roald Dahl porque está aquí, no tiene sentido moverla de un lado a otro.

ÉL: Tú también tienes que dejar el piso a final de mes, no puedes pagar sola el alquiler. Así que estamos en igualdad de condiciones.

ELLA: Pero quizá antes me toque la lotería…

ÉL: No seas ridícula. ¿Puedes hablar como una adulta por una vez? Mira, ya sé que lo nuestro… Ojalá hubiese funcionado… Pero la tortuga…

ELLA: Roald Dahl. No la estandarices.

ÉL: Joder, menos mal que no tuvimos hijos.

ELLA: Pues sí. Y te recuerdo que fue gracias a mí. Tú solo querías procrear y procrear en cuanto nos conocimos, menuda locura…

ÉL: Algunas personas lo llaman «sentar la cabeza».

ELLA: Es una expresión ridícula y pueril que no tiene nada que ver con la madurez. Las relaciones necesitan raíces, los vínculos se alimentan, hay que andar en suelo firme. Tú pretendías hacer suflé antes que un huevo frito.

ÉL: No sé de qué estás hablando y esta vez ni siquiera voy a intentar entenderte. En cuanto a la tort… Roald, te prometo que la cuidaré bien.

ELLA: De ninguna manera. La custodia compartida es lo más justo: quince días cada uno y las facturas del veterinario a medias.

ÉL: Sabes que me voy a Pontevedra. Además, es mejor cortar por lo sano. Sería incómodo tener que seguir viéndonos cada dos por tres. ¿Cuánto vive una tortuga?

ELLA: Unos cincuenta años.

ÉL: No quiero verte durante cincuenta años.

ELLA: Yo tampoco. Así que déjala aquí. Mírala, se la ve feliz. Me encanta su forma de abrir la boca justo antes de morder la lechuga. ¿Quedan tomates en la nevera?

ÉL: Quiero quedarme a Roald. Estoy hablando en serio.

ELLA: Lo sé. Es una lástima que no podamos coger un cuchillo y, zas, un corte limpio y un trozo para ti y otro para mí. ¿Te imaginas? Me gusta más el lado derecho.

ÉL: Por cosas como esta no funcionó nuestra relación.

ELLA: ¿Por ser incapaces de llegar a un consenso?

ÉL: No, por esa sonrisa extraña que pones cuando hablas de partir por la mitad a un animal. Lo que necesitas es un filtro entre tu cabeza y tu boca.

ELLA: Tú no. ¿Qué ibas a filtrar?

ÉL: ¿Qué intentas decir con eso?

ELLA: Voy a por una cerveza. ¿Quieres algo?

ÉL: Agua. Con gas.

ELLA: Y pensar que durante décadas me pregunté sin descanso qué tipo de persona podría consumir una bebida semejante… luego… nocí… a ti…

ÉL: ¡Te repito todos los días que no te oigo si me hablas desde lejos!

ELLA: ¿Qué decías? Toma, tu agua rara.

ÉL: Nada, olvídalo. Gracias.

ELLA: Volvamos a Roald.

ÉL: Claro, con lo que te gusta darle vueltas a las cosas debes de estar en tu salsa…

ELLA: Nada de reproches, lo has dicho tú. En cuanto a nuestro problema…

ÉL: La compramos con mi dinero.

ELLA: Pero la idea de hacerlo fue mía.

ÉL: ¿Y? A mí se me ocurren cientos de cosas que quiero comprar…

ELLA: … me lo creo.

ÉL: Pero no por ello me pertenecen.

ELLA: Tú nunca te acuerdas de traerle papaya. Ni de cómo me gusta tomarme el café por la mañana. Ni de los besos de buenas noches. Ni de las fechas significativas.

ÉL: ¿Seguimos hablando de la tortuga?

ELLA: Necesito un momento.

ÉL: Oye…

ELLA: Solo un segundo.

ÉL: Bien.

ELLA: …

ÉL: …

ELLA: …

ÉL:…

ELLA: De acuerdo, puedes llevártela.

ÉL: ¿Qué es lo que te pasa? Fuiste tú la que quiso romper. Dijiste que no bastaba, que no era lo que habías imaginado, que había vacíos… pequeños vacíos…

ELLA: Y sigo pensándolo.

ÉL: Vale. Yo…, no sé…

ELLA: Quédatela tú.

ÉL: ¿Lo estás diciendo en serio?

ELLA: Jamás bromearía con algo así.

ÉL: ¿Por qué has cambiado de opinión?

ELLA: Porque toda ella me recuerda a ti, rugosa y dura.

ÉL: Qué bonito. La guinda del pastel, joder.

ELLA: No me has dejado terminar. Iba a decir que, pese a todo, me parece un animal adorable. Y que estará mejor contigo. Tienes razón: no puedo pagar el alquiler, ¿quién sabe dónde viviré el mes que viene? Quizá me vaya a recorrer el mundo…

ÉL: Pero ¿qué estás diciendo?

ELLA: Sí, sí, una mochila y poco más.

ÉL: ¿Debería preocuparme? Porque, pese a todo, me importas. Hemos compartido… Bueno, tú ya sabes todo lo que hemos compartido…

ELLA: Estaré bien. Siempre lo estoy. Tendrá que ayudarte tu hermano a cargar el terrario. ¿Dónde estaba el enchufe? Hay que mover el mueble. ¿Puedes? ¿Te ayudo?

ÉL: Yo me encargo. Ya está.

ELLA: Bien. Pues…

ÉL: Espera un momento.

ELLA: ¿Te falta algo?

ÉL: Me sobra, más bien.

ELLA: ¿Qué haces con esa caja?

ÉL: Toma, es tuyo. Perdona.

ELLA: ¿Ibas a llevarte este vinilo?

ÉL: Llámalo despecho o como quieras…

ELLA: ¡Serás imbécil…!

ÉL: No me mires así. Total, todo el mundo se ha olvidado de este grupo, ¿quién sigue escuchando a The Waterboys? Yo pensaba que estaban todos muertos.

ELLA: El único miembro permanente es Mike Scott.

ÉL: Bien, lo que sea. Siento haber intentado robarlo.

ELLA: Haces que me arrepienta de lo de Roald…

ÉL: Tú siempre has sido la más generosa de los dos. Te mandaré fotos de ella. Le compraré papaya.

ELLA: El timbre. Ha llegado tu hermano.

ÉL: Espera, no abras aún. Un momento.

ELLA: ¿Qué más nos queda?

ÉL: Deberíamos despedirnos.

ELLA: Sabes que lo odio…

ÉL: Ven, acércate. Vamos.

ELLA: Un abrazo rápido.

ÉL: Los abrazos rápidos son incómodos.

ELLA: ¿Y los lentos?

ÉL: Solo jodidos.

ELLA: …

ÉL: …

ELLA: …

ÉL: Podría haber sido peor.

ELLA: ¿Cómo? ¿Abrazando a un cactus?

ÉL: Me enamoré justo por esto, tu sentido del humor.

ELLA: Tu hermano tirará la puerta abajo si no le abrimos ya.

ÉL: Que espere. Oye, no le cambiaré el nombre. En realidad, no está tan mal y siempre puedo acortarlo a Dahl. En cuanto a tus planes…

ELLA: ¿Sí?

ÉL: Deberías ponerte esa mochila al hombro.

ELLA: Quizá te mande una postal.

ÉL: Hazlo. La esperaré con ganas.

ELLA: Adiós.

ÉL: Adiós, adiós.

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