Diciembre, vamos a cerrar ventanas y abrir puertas

¿Alguien más tenía también la extraña sensación de que este 2020 no iba a terminar nunca? Ha sido un año muy gris y no me da ninguna pena decirle adiós con la esperanza de que lo que venga sea mejor. Así que aquí estamos, a nada de que ocurra; el mes pasado me salté el «cajón desastre» y no quería volver a hacerlo porque, de alguna forma y aunque no tenga mucho sentido, creo que necesitaba cerrar el año delante del teclado. Y sí, sé que nada cambia drásticamente al entrar en el 2021, pero dejadme con mis supersticiones.

 El otro día, cuando sacamos los adornos de Navidad, recordé que a los dieciséis años me fascinaba el prólogo de Desde mi cielo, que decía así: «Dentro de la bola de nieve del escritorio de mi padre había un pingüino con una bufanda a rayas rojas y blancas. Cuando yo era pequeña, mi padre me sentaba en sus rodillas y cogía la bola de nieve. La ponía del revés, dejaba que la nieve se amontonara en la parte superior y le daba rápidamente la vuelta. Los dos contemplábamos cómo caía la nieve poco a poco alrededor del pingüino. El pingüino estaba solo allí dentro, pensaba yo, y eso me preocupaba. Cuando se lo comenté a mi padre, dijo: no te preocupes, Susie; tiene una vida agradable. Está atrapado en un mundo perfecto».

 A veces, la vida real da miedo.

Los problemas diarios, las cosas acumuladas que arrastramos o esos pensamientos recurrentes de los que no conseguimos desprendernos. A mí me atacan por las noches, cuando me desvelo un poco. Miro a mi hijo, dormido a mi lado con esa placidez de la infancia que nunca regresa, y siento una mezcla de alegría y temor. El otro día le preguntaba a J: «¿Con qué soñará?». Y la respuesta la averigüé poco después al oírlo susurrar en la oscuridad: «Mickey Mouse, Mickey Mouse…». Imagina qué maravilla: la cabeza vacía, liviana, lista para absorber todo lo que llegue al día siguiente y, como única compañía, un simpático ratón con una voz que soy incapaz de imitar por mucho que lo intente. Yo, en cambio, tengo sueños raros. O pesadillas. Y lo peor es que a veces me asaltan cuando estoy despierta: dejo que la negatividad venza y empiezo a pensar en las noticias que he visto o leído esa mañana, en enfermedades, en accidentes, en temores que carecen de lógica…

Me freno, aunque no siempre es fácil.

Recuerdo que tengo un hijo maravilloso y otro en camino, una familia con sus luces y sombras (como todas las familias que conozco), más amigos de los que jamás imaginé (porque soy consciente de mis rarezas), y el mejor compañero de vida posible; lo sé porque es el tipo de hombre que ni siquiera es capaz de matar a un insecto: cuando en casa entra una araña o una palomita, se toma la molestia de levantarse, ir a por algo para cogerlo con suavidad y soltarlo por la ventana. Llevamos más de una década juntos y nunca lo he visto aplastar con el pie a ningún bicho. Y adoro eso de él.

 Así que a pesar de que este año ha sido desastroso para todos, intento coleccionar los pequeños detalles y refugiarme en ellos. También en los libros. Siempre en los libros. Todos necesitamos encontrar una grieta en la que sentirnos a salvo. Quería destacar los títulos que más he disfrutado:

 “Canciones de amor a quemarropa”: Porque descubrí a Nickolas Butler y ya no pienso perderme ninguna de sus publicaciones. Me gusta su voz, su estilo y que arriesgue con personajes masculinos complejos que se alejan de los héroes.

“Tiene que ser aquí”: Porque, si soy objetiva, quizá sea mi mejor lectura del año. Maggie O’Farrell no solo escribe de maravilla, sino que, además, crea estructuras dificilísimas y personajes humanos llenos de luces y sombras, ¿qué más se puede pedir?

“Por si me oyes”: Porque, aunque trata un tema muy duro, la autora supo hacerlo con mucha sensibilidad. El estilo es limpio, sencillo (pero nada simple) y bonito. Me ganó por su sutilidad y esos pequeños detalles que a veces lo son todo.

“Éramos unos niños”: Porque, pese a que quizá no fue tan emocional como esperaba, Patti y Robert se quedaron conmigo; han pasado meses y a veces escucho las canciones de ella o contemplo las fotografías de él. Y las últimas páginas son, sencillamente, un regalo.

“Tomates verdes fritos”: Porque es una historia atemporal que no podría estar mejor escrita y, además, tiene uno de los capítulos más increíbles que he leído este año (trata sobre «los cojones» de los hombres y algún día, cuando venga al caso, os lo enseñaré por aquí).

“Todos quieren a Daisy Jones”: Porque siempre confío en esta autora cuando necesito encontrar algo que me saque de un parón lector y, sobre todo, la novela tiene una estructura diferente, original y arriesgada; sin duda, es lo que la hace memorable.

“La ridícula idea de no volver a verte”: Porque conecté de una manera especial con este libro y a menudo me apetece hojearlo de nuevo. Mientras leía, tenía la sensación de que Rosa Montero se había metido en mi cabeza y eso ocurre en muy pocas ocasiones.

“Ébano”: Porque todo el mundo debería leerlo para adentrarse en África de la mano de un hombre que recorrió sus caminos, vivió entre su gente y quiso plasmarlo para acercarnos a un continente que a menudo cae en el olvido. Un pequeño viaje para reflexionar.

***

Este año he decidido que nada de cosas grandilocuentes del estilo «hacer un triatlón» o «no volver a comer ni un solo ultra procesado». El otro día estaba delante del escritorio y me dije: «Venga, haz una lista de cosas que puedas cumplir». Así que mis propósitos razonables para este año van desde cuidar y mimar las plantas que tengo en casa, pasando por disfrutar de tiempo de calidad en familia o apuntarme a ese curso de fotografía analógica que llevo meses mirando de reojo.

Y escribir, claro.

Escribir para respirar.

Hace poco me preguntaban en una entrevista qué significaba para mí escribir y no se me ocurrió mejor manera de describirlo que con la palabra «necesidad». Sé que, si mañana dejase de publicar, seguiría escribiendo. De hecho, ya lo hago. Quiero decir: escribo muchas cosas que nunca salen a la luz; pequeños relatos, reflexiones, tonterías mías. No sé vivir sin hacerlo. Creo que empecé a tener un diario en torno a los doce años. Las novelas, en realidad, no son tan diferentes; dentro de ellas una vuelca aquellos temas que le preocupan en un momento determinado, sus ideas, dudas, miedos, deseos y aspiraciones.

 Tengo un año por delante para escribir la historia que tengo entre manos, una semilla que lleva en mi cabeza desde hace mucho tiempo, que ha ido cambiando conforme la regaba y que ahora ya tiene título y un comienzo y una estructura. Es mágico verla crecer y tener la oportunidad de hacerlo con tiempo, mimando cada palabra. No sé qué saldrá de ahí, si conseguiré volcar todo lo que tengo en mi cabeza o el resultado acabará siendo diferente, pero sí sé que estoy ilusionada y creo que esa es la primera pieza para que el puzle funcione.

 Estas navidades están siendo (y van a ser) distintas.

Si he de ser sincera, nunca me han gustado estas fechas. Al menos, hasta que L llegó a mi vida. Entonces adquirieron otro color, dejé de pensar en los que ya no estaban, en las cosas de las reuniones familiares que no me gustan o en el estrés de comprar regalos; en cambio, he vuelto a vivirlas de una manera más sencilla, disfrutando de los pequeños momentos y de esa ilusión infantil que se termina contagiando sin remedio.

Él suele decirme: «No siempre podemos cambiar una situación, pero sí la manera en la que decidimos afrontarla». Venga, ahí tengo otro propósito para 2021, pero en esta ocasión no he querido esperar hasta entonces antes de ir poniéndolo en práctica. Y así vivimos estos días por aquí: con villancicos de fondo, jugando en la alfombra del salón, inventando historias y deseando que lleguen tiempos mejores. O lo que es lo mismo: con ganas de cerrar ventanas por las que estamos hartos de mirar y de abrir puertas que llevan todo el año atrancadas. 

2 comments