La vida era una fiesta

Abrió sus ojillos curiosos a las siete menos diez de la mañana y tardó apenas unos segundos en levantarse, deslizarse por el pasillo a la carrera y llegar a la habitación de sus padres. Por aquel entonces, era inmune al frío y al calor, acogía con el mismo entusiasmo infantil el sol pegajoso del verano y la nieve blanda que llegaba cada diciembre. También pensaba que dormir era perder el tiempo y la vida. Se lanzó a la cama con ímpetu, zarandeó a la madre, le tiró al padre del brazo. Era indignante la lentitud de los adultos. «Venga, ¡que es mi cumpleaños!» Por fin había llegado el 8 de junio, ese día marcado en el calendario que durante todo el año le había parecido de una lejanía tan ambigua como la galaxia. Saltó entre ellos; imaginó que era de goma, sus brazos se estiraban como chicle hasta tocar el techo, llevaba una capa amarilla y salvaba a la ciudad de los villanos. Luego, hubo abrazos de oso, besos de pingüino, cosquillas de hormiguitas que trepaban por su tripa. «¡Para, mamá, para!», se quejó entre risas. El llanto del hermano pequeño marcó el comienzo del día.

Los cereales se hundían en la leche con grumos de Cola Cao. La madre parecía hablar sola: «¡Siete años ya! Qué mayor. Si parece que fue ayer…» De la radio encendida en la cocina escapaba una canción de Nino Bravo. El papel de regalo roto en pedazos quedó olvidado en una esquina del salón, cerca de los álbumes de cromos desperdigados por el suelo. Cada diez minutos: «Mamá, ¿falta mucho para que lleguen mis amigos?» Los panecillos de jamón y queso fueron amontonándose. El refresco de naranja se enfriaba en la nevera. Se oía «Marcos, deja en paz a tu hermano», cada vez que le hacía la puñeta al crío lleno de mocos. El padre hinchaba globos de colores con la cara enrojecida. Y piiiiiiii, sonó el timbre. Los amigos fueron llegando: David, Rober, Sara, Luis. Comenzó la guerra. Juguetes por todos los rincones simulando un campo de minas, globos explotando entre uñas afiladas, terroríficas canicas, risas, gritos y espadas imaginarias y empujones, camas deshechas y él fingiendo que era Vickie el vikingo y Sara diciéndole, siempre racional, que eso era imposible porque no tenía el pelo naranja.

La luz estaba en todas partes, rebotaba en las baldosas de la terraza, en las paredes de estuco, en las bocas desdentadas que se abrían sin reparos al reírse. Rozaban la tragedia con cada travesura. Y los dedos se hundían en la tarta de chocolate de la panadería del barrio, plof, plof, plof. «¡No hagáis eso!», gritaba la madre con pocas esperanzas. Ellos se relamían. Marcos se sentía el rey con su corona de cartón. Las llamas de las velas bailaban y tuvo que soplar muy rápido y muy fuerte para que ninguno de sus amigos le arrebatase el momento de gloria. Hubo aplausos. Le dolían las mejillas de tanta felicidad.

Aquel día de 1986, el mundo era un lugar ligero, sin aristas, blando como la plastilina. Protegido dentro de una pompa de jabón, él flotaba sobre árboles y mares y reinos olvidados. Nada le turbaba. No le dolía la espalda. No le importaba si en verano se iban de vacaciones al extranjero o al pueblo, siempre y cuando no hubiese colegio. No sabía lo que valía una caja de leche. La palabra «política» estaba tan hueca como los huevos de pascua antes de rellenarlos con harina y arroz. Casi todas las cosas que a Marcos le parecían importantes eran tangibles: el televisor, sus coches, los tebeos que había empezado a leer con su padre, las trenzas oscuras de Sara, la piel arrugada de su abuela preferida, los polos de limón, la bicicleta heredada de su primo.

Y esa noche, como todas las demás noches, al meterse en la cama no le preocupó ninguna cosa, no sintió inquietud, no tuvo dudas. Lo único que pensó antes de caer rendido fue que no había globos azules en la fiesta y que su color favorito era el azul.

 

Décadas más tarde, un 8 de junio gris, postrado en la cama de la habitación de un hospital con vistas a una ruidosa avenida y con un gotero como única compañía, Marcos recordaría aquel cumpleaños lleno de luz y sonrisas cosidas y bocas manchadas de tarta de chocolate, y pensaría: «La vida era una fiesta y no lo sabíamos».

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