Tanto sufrir para morirse uno

Abandoné Twitter un día cualquiera como cuando de pronto dejé de ir al quiosco a comprar una bolsa de golosinas que solía comerme de una sentada. A partir de una edad te sientan mal. Con las redes sociales debe de ocurrir un poco lo mismo. Al principio tenía mucho que decir y, luego, conforme ha ido pasando el tiempo, me siento más perdida que nunca. Ya hace un año desde que me bajé del barco al mando del pajarillo azul y, lejos de tener una razón concreta para hacerlo, sencillamente me di cuenta de que no tenía nada que comentar, ninguna opinión brillante con la que deslumbrar al mundo. Tampoco lo que leía allí me calaba apenas, aunque de vez en cuando encontraba alguna excepción.

Creo que el Tweet que más recuerdo era uno que hacía alusión al paso del tiempo y lo leí justo en el momento exacto, como casi todas las cosas que nos marcan, mientras tenía encima a mis hijos a diario en modo koala y me quejaba de que no podía hacer nada, ni siquiera ducharme sola. No sabría repetirlo con las mismas palabras, pero venía a decir que existe un día en el que coges a tu hijo por última vez y no lo sabes. Quizá a los diez años. O a los doce. Una ocasión en la que se queda dormido en el coche o en el sofá. Supongo que, si pudiésemos estar al tanto, si una alarma mental nos dijese «nunca volverás a sostener este cuerpo así, como si fueses un superhéroe» nos aferraríamos al instante. Pero lo dramático es que, pese a protagonizar el momento, no somos conscientes de lo que simboliza en toda su magnitud. Marca el fin de algo. Porque, después, conforme avanza el tiempo, se giran las tornas y es más probable que pase lo contrario y sean tus hijos los que te cojan a ti.

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Me viene a la mente esta frase de Poeta chileno que dice: «Ser padre consiste en dejarse ganar hasta el día en que la derrota sea verdadera»

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La gente que sabe situar condiciones concretas en el mapa de sus vidas me resulta fascinante. A mí me parece complicadísimo marcar las líneas divisorias. Es decir, imagino que hubo un día en el que mi abuela corría detrás de mí cuando empecé a dar los primeros pasos, después un paréntesis lleno de cambios y, en la actualidad, cuando viene a casa a pasar el día me encuentro junto a ella diciéndole «ve más despacio» y «cuidado con las escaleras» y «¿estás bien?». ¿En qué momento empecé a bajar la vista hasta sus pies para controlar cada paso que daba? No tengo ni idea, pero sé que ahora lo hago todo el tiempo. Me fijo en el calzado para ver si es apropiado, en la inestabilidad de las rodillas, en su torpe manera de buscar el equilibrio que recuerda a un niño aprendiendo a caminar.

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Vigilas el andar de tus hijos y el andar de tus mayores.

Y tú ahí plantada, aún en zona segura, aún independiente.

Porque hay un espacio relativamente plácido entre ambos extremos, aunque no es lineal y la curva del tiempo que una pasa pensando en la muerte y los problemas crece de forma significativa en cuanto dejas atrás la adolescencia y ya no te crees invencible.

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El verano pasado leí un libro que me regaló un buen amigo mientras estaba de vacaciones en Mallorca y veía a los niños jugar en la playa ajenos a los nubarrones de la vida. La memoria de las hormigas acabó lleno de arena, con páginas arrugadas y algún garabato infantil, así que al final me dije quémásdaya y subrayé algunas frases. Sigo pensando en este párrafo de la protagonista junto a su abuela, que está a punto de morir.

«Me hace ilusión haberle limpiado su última caca. Y haber estado esas horas con ella (…) No somos nada. No podemos decidir. Abandonamos de una forma educada y responsable a las personas que queremos. ¿Por qué? Ni siquiera lo sabemos. Casi ni tenemos tiempo de pensar. Y ya nos va bien.

Le limpié su última caca; seguramente, años atrás, ella me había limpiado muchas a mí. Limpiar la caca a alguien es una forma de amor. ¿Cuáles son las personas que más queremos en el mundo? Las que nos limpian la caca y a las que les limpiamos la caca».

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En mi familia nos da por compartir cumpleaños. Mi abuela cumple hoy 84 años y el pequeño de la casa soplará la vela del número 2. Es aún tan alegre, tan ajeno a todo, tan cándido. Setecientos treinta días no son gran cosa al lado de la vida de su bisabuela. Pero entonces me digo que queda nada para decirle adiós a los pañales, que ni siquiera me acuerdo de cómo era la vida antes de que ellos llegaran, que todo ha pasado rapidísimo y siempre tengo esa sensación de ir corriendo y de perderme algo. En ocasiones me pregunto si algún día echaré de menos cosas que ahora pienso que son un completo incordio. Porque, como dicen en Cinco lobitos, «a veces una es feliz y no lo sabe».

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Las personas somos cebollas. Cuando se trata de tus hijos tienes que ir sumando capas una tras otra para encajar mentalmente la idea del bebé, el niño, el adolescente, el adulto. Yo creo que con los padres pasa al revés: cuando eres pequeña los ves llenos, invulnerables, piensas que son capaces de todo. Luego, al crecer, puedes encontrar todas sus grietas conforme las capas se caen y entiendes que esa fragilidad siempre estuvo ahí. Es duro ver a tus padres envejecer y ser testigo de sus heridas. Descubrir que de pronto no entienden, no se manejan bien con cosas que tú dominas y palabras que usas a diario les resultan ajenas. Últimamente hablo mucho de aquellos que ya no están y no puedo evitar preguntarme si fueron felices, si la vida que tuvieron les bastó. Cuando miro fotografías antiguas me planteo si esa gente en blanco y negro que sonríe a la cámara también se sentía tan tremendamente insatisfecha como la sociedad actual. 

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Soy de vaqueros y camiseta básica, así que nunca había experimentado lo que es salir a calle y que la gente te pare para preguntarte en qué lugar te has comprado algo. Hasta que me hice con esta bolsa de tela en el Museo Botero, en Bogotá. Prometo que cada día que la he usado se me ha acercado alguien para averiguar de dónde era. Nunca cinco palabras resumieron con tanta simplicidad esto que hacemos por aquí a diario, entre la niñez, el paréntesis y la vejez, mientras los relojes siguen avanzando.

«Tanto sufrir para morirse uno».

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