La chica de las dudas infinitas

Tras finalizar el congreso, quedo con el resto de mis compañeros de trabajo en el restaurante del hotel. Ha sido un día largo. El aire acondicionado no funcionaba y el calor en el auditorio era tan sofocante y angustioso como las interminables ponencias. Pablo estaba allí, a dos sillones de distancia, nunca lo suficientemente lejos ni lo suficientemente cerca. Igual que ahora, mirándome desde el otro lado de la mesa con esa mezcla de descaro e indiferencia que siempre consigue ponerme de mal humor. Ha sido así desde que llegó a la empresa cinco meses atrás. Arrollador, sutil, peligroso. Al tenerlo cerca, cuando me habla en susurros, me siento como si llevase en el bolso una pistola cargada sin el seguro puesto. Podría dispararse en cualquier momento. Podría enamorarme de él. Habría ocurrido de habernos cruzado años atrás, antes de conocer a mi marido.

Nuestra jefa propone un brindis y alzamos las copas. Chin chin, risitas, las luces del restaurante bailan sobre nosotros, se hacen comentarios triviales sobre la cena (la carne es tierna, las verduras están en su punto), el ambiente se va relajando, Pablo me mira, me mira, me mira y yo lo miro a él, ¿alguien tiene un ibuprofeno?, retiran los platos, tres compañeros se van a descansar a sus habitaciones, me obsesiono con una mancha de tomate en el mantel que parece sangre, Pablo sonríe y me pregunto a qué sabrá.

Hay sonrisas que saben a sandía y otras a limón. Siempre he sido una chica de cítricos; uso un ambientador en el coche que huele a mandarina, me encanta la palabra «pomelo» y cuando era niña me comía de un mordisco las rodajas de limón que me ponían en la Coca-Cola, algo que dejé de hacer por vergüenza, aunque sigo deseándolo.

Desear es la epidemia del siglo XXI.

Es fácil desear tener más tiempo libre y una casa más grande, hacer un viaje en verano que sea memorable o morderle la sonrisa a tu compañero de trabajo.

¿Venden cerraduras para el cerebro? Quiero tres.

—Venga, un par de copas —dicen.

—¿Fuera? Quizá ahora refresque.

Salimos del restaurante para descubrir que no, no refresca, sigue haciendo calor pese a que son las doce de la noche. Es un 6 de julio y Sevilla no da tregua. Acostumbrada a las noches de Bilbao, me he traído en la maleta una chaqueta de entretiempo que aún no he usado. Pablo vuelve a sentarse enfrente cuando nos acomodamos en una mesa de la terraza que está junto a la piscina. Una música suave de jazz suena cerca.

—Yo una cerveza —pido.

—Eso no cuenta como copa.

Arturo es el compañero de oficina que nadie quiere tener, pero ahí está, haciendo comentarios irrelevantes y contando chistes verdes mientras cruzo los dedos para que en algún momento se atragante con su propia saliva.

—¿Acaso importa?

—Siempre tienes que poner el punto sobre la i. —Arturo se lleva una mano al pecho y se pellizca el pezón. Lo que más me molesta de él es que cree que es ingenioso.

Bebo la cerveza a morro.

Los demás hablan de a saber qué mientras Pablo me mira y yo lo miro a él. Este es nuestro juego. Las reglas son simples: no tocarnos nunca, pero estar siempre pendientes de lo que hace el otro. En ocasiones quiero que desaparezca de una vez, que deje el trabajo, que se vaya del país, que lo recluten para una misión en la luna, que mi vida vuelva a ser tan fácil como lo era antes de que él hiciese su aparición estelar.

El día que llegó a la oficina llevaba unos pantalones de color beis, camisa blanca y olía a una colonia suave y un poco femenina. Noté la química desde el instante en el que nos presentaron. Querer es cuestión de tiempo, un proceso madurativo que necesita que lo nutran, pero la atracción es un relámpago zigzagueante. Ocurre a diario: un rostro en el metro a última hora del día, el movimiento hipnótico de manos desconocidas, la silueta de un cuerpo que encaja con lo que se anhela. Pero luego el momento pasa, la cuerda de la atracción se rompe, sales del metro, apartas la mirada, sigues tu camino.

Hasta que sucede con alguien que está en todas partes.

Está de buena mañana en la máquina de café del salón de la oficina, está tres mesas más allá y puedes distinguir desde la tuya la parte superior de su cabeza cubierta por una mata de pelo oscuro, está a la hora de la comida con una fiambrera entre las manos, está cuando los compañeros que tienen jornada reducida empiezan a irse y está cuando tú también lo haces y te metes en el ascensor. Su presencia permanece incluso después, cuando la distancia diluye el efecto. Aparece en ocasiones de camino a casa y mientras haces la cena y cuando te sientas al lado de tu marido y al tumbarte en la cama y al tocarte y bajo la intimidad de la ducha y durante las noches de insomnio.

Lo odias y lo deseas. Lo deseas y lo odias.

—Esto está muy tranquilo. —Arturo, con la segunda copa en la mano, mira a su alrededor—. ¿Por qué no buscamos un sitio más animado?

—Yo me voy a la cama. —La jefa se levanta.

—¿Alguien se anima? —insiste.

—Paso. —Bebo un último trago.

—Venga, será divertido —dice Óscar.

—Sí. —María mira a Pablo—. ¿Te apuntas?

—No, estoy cansado —se excusa.

Recibe algún que otro comentario jocoso y una palmada en la espalda por parte de Arturo. Nos rodea el ruido de las sillas moviéndose, los vasos golpeando la mesa tras un último trago y las risitas fruto de las copas que nos han servido.

Luego, Pablo y yo nos quedamos a solas.

Debería irme. Sé que debería levantarme con un bostezo y fingir que apenas me tengo en pie para correr a mi habitación como si fuese un búnker antibombas. Pero, en lugar de hacerlo, me quedo allí inmóvil, delante de él, casi sin respirar.

Una sonrisa lánguida curva su boca.

No lo soporto. Me pongo en pie para quitarme la falda vaquera y las sandalias. Oigo su voz mientras me acerco a la piscina con la camiseta puesta y unas bragas lilas.

—Pero ¿qué estás haciendo?

Me lanzo al agua.

Ahí abajo todo está bien, nada me inquieta, soy la mujer de acero y no deseo lo que no puedo tener, no fantaseo, no me comporto con egoísmo.

Al sacar la cabeza, vuelvo al mundo real.

Otra vez todo es Pablo, Pablo, Pablo.

Está en cuclillas en el borde de la piscina, con las manos entrelazadas y mirándome como si fuese un animal desconocido que acaba de descubrir y debe catalogar. ¿Un pez rosado con manos? ¿Un membrácido brasileño? ¿Un topo de nariz estrellada? ¿La chica de las dudas infinitas? Cuando era joven solía cantar aquella canción de Supersubmarina que decía «No dejes que todo esto quede en nada porque ahora estés asustada…».

—Te has lanzado al agua —dice.

—Me he lanzado al agua —digo.

Vuelve a sonreír con lentitud.

—¿Mucho calor?

—Estaba ardiendo.

—Ya veo…

—¿Tú no tenías sueño?

—¿Eso he dicho?

—Sí, antes, cuando Arturo te ha preguntado si ibas con ellos.

—Era una excusa. No quería ir.

—¿Por qué? Es un imbécil, pero…

—Ya sabes por qué —me corta.

No dice nada más. No dice: «Quería que el resto del mundo desapareciese, quería estar a solas contigo, quería este momento íntimo y pegajoso e insoportable, quería…» Pero da igual, porque todas esas palabras no dichas flotan alrededor y se mezclan con la música de fondo, me arrollan, se cuelan dentro. «Es por la porosidad de los huesos», pienso. «O porque el corazón es blando y resbaladizo, sin coraza».

Hay una tensión incontenible cuando dos personas se atraen pero nunca llegan a verbalizar esa atracción. Me recuerda a las heridas que se ignoran y terminan infectándose sin remedio. ¿Y luego qué? ¿Drenarlas? ¿Curarlas? ¿Poner puntos? ¿Seguir fingiendo hasta que el dolor sea insoportable? ¿El deseo puede ser crónico?

Pablo se incorpora y se quita la camiseta.

—No lo hagas —le pido, pero es inútil.

El agua se abre para acogerlo. Y después comienza una nueva escena, una que no hemos ensayado antes: él y yo en la piscina de un hotel a más de 800 kilómetros de casa. La noche es húmeda y cálida, el cielo está oscuro y no hay estrellas, la camiseta mojada se me pega a la piel y sospecho que tendré rímel en las mejillas.

Se acerca nadando con peligrosa cautela.

—Deberíamos ponerle remedio a esto.

—Eso nunca ocurrirá —le digo.

—¿Y por qué no?

—Porque a él lo quiero.

—¿Y a mí no?

—No, a ti te deseo.

—¿Tan diferente es?

—Como hablar de ballenas o leones.

—Los dos son mamíferos. —Sonríe.

—Ya. También lo deseo a él.

—Aunque de otra forma…

—Supongo. —Me encojo de hombros con aparente indiferencia, pese a que por dentro estoy temblando como un pajarillo asustado—. Pero lo quiero —repito—, lo quiero como quiero el hueco del lado derecho de mi cama, la colonia que uso desde hace quince años o los macarrones con queso de mi madre…

Él alza las cejas y se acerca más a mí.

—Estás hablando de tu marido.

—Lo sé. —Tomo aire—. Lo que intento decirte es que hay vínculos que están por encima de una atracción frívola y pasajera. Imagínate, ¿qué pasaría luego?

—¿Después de besarte?

Pablo me mira los labios.

—Sí. Justo entonces.

—La habitación.

—¿Y mañana?

—¿Cómo quieres que lo sepa?

Dejo escapar el aire que estaba conteniendo y me alejo de Pablo dando un par de brazadas. Me siento más ligera. Ante su mirada desconcertada, me tumbo boca arriba y floto en medio de la piscina. Recuerdo cuando conocí a mi marido, en una pequeña tasca de barrio que olía a madera y a pinchos de tortilla. Se acercó a la barra, tonteamos, bromeó al ver en mi camiseta el dibujo de un tigre con un cuerno de unicornio y, no sé muy bien cómo, terminó acompañándome a casa. El primer beso sucedió en la calle Atxuri, enfrente de la ría. Bajo la luz de una farola le pregunté: «¿Y mañana?», y él dijo: «Mañana anuncian que hará sol, cerca de veintidós grados, una temperatura perfecta para que quedemos a cenar en algún sitio tranquilo, ¿te va bien a las seis?».

—No puedes seguir fingiendo que no hay nada entre nosotros…

La voz de Pablo llega lejana. Sigo a la deriva con los brazos extendidos, el agua me mece con calma y me obligo a abrir los ojos, aunque lo único que deseo es vivir unos segundos más dentro de ese recuerdo idealizado y volver allí, al hombre que era mi marido hace nueve años, a la mujer que tiró de su camisa para invitarlo a subir a su casa y que ahora flota en una piscina llena de dudas invisibles y escurridizas.

Me pregunto si esas dos personas aún existen en algún lugar. Quizá solo es cuestión de ir a buscarlas antes de que sea demasiado tarde.

—Ni siquiera me estás escuchando.

Pablo me roza la cintura y pierdo el equilibrio. Hundo la cabeza en el agua y me retiro el pelo hacia atrás cuando salgo a la superficie. Él está muy cerca y espera con impaciencia algo que no puedo darle. Parece que tenga rocío en las pestañas y escarcha en los labios entreabiertos.

—Es solo dopamina. Quizá también oxitocina, adrenalina, serotonina y yo qué sé. Lo que sí sé es que el deseo es como una ilusión óptica: casi siempre tiene truco y, en cuanto lo descubres, el efecto se pierde. Imagina un refresco gaseoso con todas esas burbujas desapareciendo una tras otra… —Me muevo hacia atrás para alejarme de él y, al llegar al borde de la piscina, tomo impulso para salir—. Puede que la gracia esté en mantener la lata sin abrir y agitarla de vez en cuando…

—No puedes irte así.

Pero puedo y lo hago.

El corazón me late con fuerza contra las costillas cuando cojo la falda vaquera y camino descalza hasta la puerta del hotel. Dejo tras de mí un rastro de gotitas de agua en lugar de migas de pan, aunque sé que no volveré sobre mis pasos, nunca descubriré si la sonrisa de Pablo sabe a limón y mañana volveré a ocupar el lado derecho de la cama.

*La fotografía de esta entrada es de Nathan Head.

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