Los años lilas

Se conocieron como se conocen casi todas las parejas. Una fiesta, tres de la madrugada, ella llevaba dos copas de más y él estaba a un chupito de vomitar. Tropezarse a la salida del local para ir a fumarse un cigarrillo desencadenó lo inevitable. «¿Tienes fuego?». «¿Cómo te llamas?». «Pareces nórdica con ese pelo tan rubio». «Tú pareces imbécil, pero el tipo de imbécil que puede ser gracioso». «Mira, de las que tienen sentido del humor». «Mira, de los que no diferencian entre el insulto y el halago».

Ya no volvieron a la fiesta.

Él necesitaba despejarse y ella, sin estar muy convencida, accedió a dar un paseo. Era una noche de verano cálida y pegajosa. La chica, que en realidad se llamaba Ruth, le contó al chico, que en realidad se llamaba David, que acababa de salir de una relación larga, que no buscaba nada serio, que solo quería divertirse. A él, que era de los que temen el mordisco del compromiso, todo aquello le sonó a música celestial.

Pasearon. Coquetearon. Sus manos se rozaron así, de forma un poco forzada. Hubo miradas cómplices, miradas cautivadoras, miradas de «quiero besarte». Hablaron de lo que habla todo el mundo las primeras veces: infancias, cine, música, viajes, libros.

Se acostaron en el piso de ella y, al terminar, Ruth no supo bien si quería que se fuese o que se quedase para siempre. Ruth era y es el tipo de chica que tiende a cambiar de opinión con fulminante rapidez. De pequeña quiso ser veterinaria, astronauta, hippy, escritora y, al final, terminó siendo logopeda. Probó todos los deportes que se practicaban en su colegio, desde ballet hasta balonmano, pero ninguno la conquistó. A los ocho años le gustaba la sepia y a los nueve era incapaz de morder un trozo sin vomitar. Fue socia tanto del Atlético como del Real Madrid en un lapso de tres temporadas. En verano anhelaba el invierno y en invierno anhelaba el verano. «Pero», solía decir ella, «siempre sé lo que quiero; al menos, durante los próximos tres minutos».

—En realidad no soy de líos de una noche.

—Ah.

—Me parece frívolo.

—Ya.

—¿Para qué si no hemos estado tres horas paseando y charlando? Porque el sexo necesita habitar entre intereses comunes. ¿Sabes lo que quiero decir?

«No», pensó David, confuso.

—Sí.

—Así que quédate.

—¿Qué?

—A dormir.

—Ah. Bueno.

—Mañana podemos desayunar en la cafetería de abajo.

—Esto… Bien, sí.

Y Ruth se inclinó para darle un beso de buenas noches que pareció sellar su destino. Amanecía al otro lado de la ventana: un suave color melocotón teñía la ciudad de una calidez engañosa que permanecía tan solo en lo alto de los edificios, pero no llegaba a rozar las aceras que pronto se llenarían de gente.

 

 

Lo que a David siempre le gustó de ella fue su determinación. Él, que era más bien templado y que podía perder diez minutos debatiéndose entre ponerse una camiseta roja o una camiseta azul marino, agradecía la facilidad con la que Ruth cogía las riendas de sus vidas para llevarlos a puerto seguro. Así que, cuando ella quiso quedar para cenar dos días más tarde, a él le pareció bien. Y, cuando ella quiso pasar el fin de semana en su piso, a él le pareció bien. Y, cuando ella quiso hacer una escapada a Berlín, a él le pareció bien. Y, cuando ella insistió en presentarle a sus padres, a él le pareció bien. Y, en fin, un día David se despertó, se lavó los dientes, escupió los restos de pasta en el lavabo, vio pasar a Ruth a través del espejo directa hacia la ducha y comprendió que estaba enamorado.

Lo supo porque lo maravilló la cotidianidad del momento y poder adelantarse a todo lo que ocurriría después: ella saldría y dejaría tras de sí un rastro de pelos en el desagüe de la ducha (cosa que él siempre odiaría), se pondría crema hidratante, giraría la cabeza hacia la derecha frente al armario antes de seleccionar una prenda, se prepararía un café con sacarina, leería el último número de Vanity Fair sentada en su sillón preferido (uno verde y orejero, duro como el cemento) y, pasado un rato, tras un suspiro de aburrimiento, alzaría la mirada hacia él como diciéndole: «¿Qué haces ahí parado?».

 

 

Llevaban tres años juntos cuando Ruth soltó a bocajarro:

—David, ¿queremos tener hijos?

Era una tarde de invierno desapacible y él estaba viendo en la televisión un programa sobre accidentes aéreos. Ruth llevaba dos horas limpiando la cocina de forma compulsiva, pese a que estaba reluciente, con las especias alineadas por orden alfabético: el cardamomo, entre la canela y el comino, como un preso de guerra.

—¿Qué has dicho?

—Hijos. Bebés. Eso.

Él tuvo un momento de lucidez y apagó la televisión al comprender la relevancia del momento. Se acercó y le quitó el trapo de las manos.

—¿Tú quieres? Dijiste que no.

—También dije que no buscaba nada serio cuando te conocí y ahora estás aquí. O el asunto de los tomates, ¿lo recuerdas? Pensaba que la variedad rosa no me gustaba, pero luego mi hermana hizo aquella ensalada, los probé y… deliciosos.

—Me parece bien. —David le sonrió.

—¿Hablas de los tomates o de lo otro?

—De lo otro, boba. Ven. —Y le dio un beso.

 

 

Después de la idea del bebé, llegó el embarazo. Y después del embarazo, llegó la idea de la mudanza. Porque lo visualizaron todo de un plumazo: la casa en las afueras, la boda, una mascota (que fuese fácil: tortuga, pez o hámster), un buen colegio cerca, las tardes dando paseos en bicicleta con una fiambrera llena de fruta cortada en el bolso (nada de bollería industrial) y las barbacoas con los amigos los fines de semana.

Tras encontrar el nido perfecto, Ruth se empeñó en plantar una jacaranda en el reducido jardín. Le faltaban dos meses para dar a luz cuando visitaron el vivero.

—¿No crees que es demasiado grande? —preguntó David.

—No. Coge un carrito de esos para cargar la maceta.

—Cariño, si es que no va a entrar en el coche…

—Las ramas de arriba son blandas, se doblarán.

—Pero…

—Me gusta esta jacaranda.

Por el tono de su voz, David decidió rendirse y meter como fuese el árbol en la parte trasera del coche, pese a que también lo habían comprado hacía poco y él lo trataba con tanto cuidado como a cualquier otro miembro de la familia (para ser exactos: mucho mejor que a su suegro y un poco por debajo de su cuñada, que era maja).

Al día siguiente, él cogió una pala y empezó a cavar. En teoría la hazaña parecía fácil. En la práctica no lo era. En Madrid hacía calor y David se quitó la camiseta cuando empezó a sudar. Ruth estaba sentada en una silla un poco más allá y no dejaba de acariciarse la redondeada barriga con los ojos clavados en él, como si fuese el sujeto de un misterioso experimento científico.

—¿Cuánto crees que vas a tardar?

—No sabría decirte… —David se limpió la frente con el dorso de la mano. Pensó que tenía que ir a cortarse el pelo. Y quizá también debería apuntarse al gimnasio. Tomó una bocanada de aire—. ¿Has visto el tamaño de la maceta?

—Tampoco es para tanto.

—La cosa es… —David hundió la pala y lanzó a un lado otro montón de tierra seca— que hace siglos que no llueve. Además, hay piedra.

—¿No tenemos un pico?

—No tenemos un pico.

—Bien.

—Bien.

David se pasó la siguiente media hora quejándose. «¿A quién se le ocurre comprar un árbol de este tamaño?» y «Quizá deberíamos plantarlo en otro sitio más accesible» y «Joder con el terreno de las narices» y «Odio el campo, ¿nunca te lo había dicho? No soporto toda esta mierda del calor y el sol y la tierra y los hierbajos y las moscas».

—Está bien, se acabó. Déjame a mí.

Incrédulo, alzó la vista hacia su mujer.

—Pero ¿qué dices?

—Dame-la-pala.

—Siéntate, Ruth.

—Que me la des.

—¿Tú te has visto? Estás embarazada. No deberías levantar peso. Y podrías darte un golpe. Vuelve a la silla. Si no termino con esto hoy, seguiré mañana…

—Y una mierda. Quita.

Ruth le arrebató la herramienta de las manos, abrió las piernas al borde del hueco y comenzó a trabajar. Pronto se dio cuenta de que la clave era dar unos cuantos golpes firmes con la punta de la pala antes de sacar la tierra que se había acumulado.

Con las manos en las caderas y sin dejar de resoplar, David la miraba anonadado. Quería gritarle: «¿Por qué eres tan jodidamente testaruda? ¿Por qué no puedes dejar las cosas y ya está? ¿Por qué siempre tienes que llegar hasta el final de todo, da igual si es un agujero, una herida, una conversación, un puto puzle de dos mil piezas?».

—¿Me dejas a mí continuar?

—No. —Ruth dio otro golpe.

—¿Por qué es tan importante?

Ella clavó la pala en el suelo y se apoyó en el mango. Miró a David como si fuese tonto mientras se apartaba de la frente los mechones que habían escapado de la coleta.

—Porque lo he visto. Nos he visto. Esta jacaranda crecerá más y más cada año, florecerá al llegar la primavera y nos tumbaremos debajo. Mira, aquí, justo aquí. Y nuestro trozo de mundo será lila. Las nubes serán lilas, el verano olerá a lila. Y todo…

Dijo algo más, pero David dejó de escucharla porque se quedó atrapado entre sus pestañas, que eran largas y curvas. Pensó: «Esta mujer es preciosa, mis hijos heredarán sus pestañas y veremos el mundo lila (o rojo, o verde, ¿acaso importa?)».

—Vale. Lo entiendo. —No lo entendía. Al menos, no como lo hacía Ruth, pero estaba bastante cerca, unos cinco peldaños por debajo—. ¿Me dejas la pala?

—No. Me apetece seguir un poco más.

Así que, al final, David fue a por una cerveza, se sentó en la silla y se quedó mirando a Ruth dar un golpe tras otro. Pum, pum, pum. Daba la impresión de que quería atravesar el mundo sin desviarse. Y, cuando el agujero fue lo suficientemente grande, metió el árbol y lanzó un suspiro de satisfacción con la nariz y las manos manchadas de tierra.

—Se mueve —dijo mientras se tocaba la tripa—. Está contento.

 

 

Además de su determinación, a David le gustaban otras cosas de Ruth: que se comiese las manzanas a bocados hasta llegar al corazón, que jamás perdiese los tickets del parking, que fuese capaz de hacer dos y tres y cuatro cosas a la vez, que se parase a acariciar a los perros de la calle, que no se dejase llevar por las opiniones de los demás como él sí hacía, que fuese clara como agua de manantial a la hora de decir las cosas, que llorase cuando iban al teatro («Acaso será lo mismo ver a los actores en carne y hueso que a través de una pantalla…», se defendía ella ante lo que nadie le recriminaba). Ruth tenía los dientes rectos, una cicatriz en la barbilla y muchos lunares («Son agujeros negros en miniatura», le dijo una vez cuando yacían desnudos en la cama después de compartir una botella de vino). Ruth era la mujer más fascinante que había conocido jamás.

 

 

Ana pesó tres kilos y doscientos gramos.

«Tiene tus pestañas», le dijo David.

 

 

—Quiero ducharme sola —pidió.

—Claro, mujer. Dame a la bebé.

—Deberías cogerla tú. No me pidas que te la dé.

—¿Qué diferencia hay? —David resopló.

—¿Cómo te atreves a preguntármelo?

Un portazo. El grifo abierto. Agua corriendo.

 

 

Ruth descubrió que volvía a estar embarazada dos días después de celebrar el primer cumpleaños de Ana. Tenía náuseas. Tenía sueño. Tenía dolor de cabeza. Tenía ganas de meterse en la cama, bajar las persianas y dejarse abrazar por la oscuridad y el silencio. Pero no. Pero la rutina de la niña. Pero darle el pecho. Pero vigilar a David porque nunca cortaba la fruta de la manera adecuada para evitar atragantamientos. Pero las visitas indeseadas. Pero la casa. Pero el trabajo. Pero la vida sin detenerse.

 

 

Parecía que las ramas de la jacaranda estaban bailando.

 

 

—¿Has cogido los pañales?

—Sí —dijo David.

—¿Y toallitas?

—Sí.

Ana estaba sentada en la silla del coche, que tenía restos de gusanitos (a la mierda la guerra contra el glutamato), y David colocaba bien el cinturón de Raúl.

—¿Los baberos y los potitos?

—Sí.

—¿El Apiretal?

—Sí.

—¿Termómetro?

—Sí.

—¿La ardilla de Ana?

—Sí.

—¿La crema solar?

—Que sí, joder. Relájate. Solo estaremos fuera un fin de semana. Y si falta algo, pues buscamos un supermercado o ya improvisaremos.

—Es que siempre se te olvidan cosas.

—Pues entonces haz tú el equipaje.

—Claro. Y tú le das el pecho.

David cerró la puerta trasera del coche. La tensión, esa que se había ido acumulando mes a mes por cosas que ni siquiera podían recordar, los acompañó durante la primera media hora de camino, en contraste con las alegres canciones infantiles.

—Vamos a intentar disfrutar del viaje —dijo David sin soltar el volante y mirándola de reojo—. Unos días en el campo nos irán bien.

—Sí. —Ruth asintió y forzó una sonrisa.

Llegaron. Bajaron el equipaje. Raúl lloraba tanto que sus redondas mejillas parecían ciruelas maduras.

—David, ¿dónde has metido el chupete?

—Mierda.

 

 

Se tumbaron bajo la jacaranda mientras los niños jugaban alrededor. El sol caía con fuerza, se colaba entre las ramas y dibujaba manchas en el suelo. Las risas infantiles llenaban los vacíos que se habían ido abriendo entre ellos como pequeñas burbujas.

Glup, glup, glup.

 

 

Además de su determinación, David odiaba otras cosas de Ruth: que dejase los corazones de las manzanas que se comía por cualquier sitio, que fuese inflexible, que nunca cediese ni aflojase las riendas, que dijese las cosas con una brusquedad innecesaria y se amparase en una sobrevalorada sinceridad, que contase cada mes la misma jodida anécdota sobre la cicatriz de su barbilla (se la hizo en el bordillo de una piscina), que todo tuviese que estar planificado hasta el hartazgo, que pusiese en el coche las canciones del momento que él solía odiar y esa forma de mirarlo que lo hacía sentir imbécil.

 

 

La jacaranda creció y creció y creció.

Cuando florecía, era bellísima. Pero después esas flores caían, el césped se tornaba violáceo, las abejas se colaban dentro de las trompetas en busca de polen, los niños las pisaban sin darse cuenta y las picaduras enrojecían sus delicadas pieles.

—Prohibido jugar debajo del árbol —les dijo Ruth.

 

 

Una noche cualquiera, eran las diez menos cuarto y los niños estaban dormidos. El día había sido amable: comida con amigos, alguna que otra rabieta con la que lidiar, varios suspiros perdidos, un puñado de palabras no dichas y atravesadas en la garganta.

—¿Por qué compraste vino tinto?

—Porque me gusta más. —David sirvió dos copas—. Pruébalo.

—No está mal. Deberíamos cambiar la vajilla.

—Si está casi nueva, apenas tiene cuatro años…

—¿Por qué todo se queda anticuado tan rápido?

—Una palabra: consumismo. ¿Más vino?

—Sí. David, ¿te encuentras bien?

—Claro. ¿A qué viene eso?

Ruth lo miró. El silencio se extendió alrededor como en los días posteriores a una catástrofe. Él aún tenía la botella en la mano cuando ella verbalizó aquello que pesaba entre los dos, esa mochila desgastada que iban turnándose mientras escalaban una montaña desconocida. Ninguno sabía qué esperaban hallar al llegar a la cima.

—¿Por qué estamos juntos?

—No lo sé —admitió él.

—Mierda, David.

—Los niños.

—Sí.

—La hipoteca.

—Claro.

—Las vacaciones están bien.

—Eso es verdad.

—Y tú y yo, a ratos.

—Supongo que sí.

—Ningún arqueólogo viviría con pasión el descubrimiento de un yacimiento si fuese algo que le ocurriese todos los días, de lunes a domingo, en cuanto clavase ahí el pico y diese dos golpecitos. Vaya, imagínate…

—¿Dónde has leído esa frase tan mala?

—En alguna de esas revistas que dejas en el baño. —David llenó la copa de Ruth y lanzó un suspiro—. Oye, pero va en serio, la felicidad no está siempre en alza.

—Lo sé. Eso lo sé.

—Deberíamos aspirar a la tranquilidad. —Se frotó el mentón, contuvo el aliento, miró sus largas pestañas—. Yo me siento cómodo. ¿Tú te sientes cómoda?

—Sí. Eres un buen sofá.

—Toma. Prueba el vino.

Se lo llevó a los labios y luego Ruth puso una cara rara, como si no pudiese decidir si el sabor la agradaba o todo lo contrario. «¿Será posible que le suponga una disyuntiva algo tan simple?», dudó David. Él siempre tenía claro si el vino valía la pena.

—¿Qué te parece? —insistió.

—No está mal —respondió ella.

 

 

Los niños jugaban en la jacaranda cuando no había flores. Escalaban por el tronco del árbol, se colgaban de las ramas. Ana se hizo un par de heridas en las rodillas que un día lejano alguien acariciaría con delicadeza. Raúl se abrió la frente por culpa de una caída y lució los puntos que le pusieron hasta el hartazgo.

 

 

—¿Recuerdas el día que compramos la jacaranda? —preguntó David una tarde, mientras ella fregaba un par de tazas que había en la pila de la cocina—. No cabía en el coche, pero te empeñaste en meterla y luego en plantarla.

—Sí cabía. Evidentemente.

—Era un decir. Casi no cabía.

—La palabra «casi» es irrelevante. Si la eliminas de la mayoría de las frases, no cambia nada. No entiendo la poca efectividad del lenguaje. Ayúdame con la cena.

—¿Otra vez alcachofas?

—¿Qué problema tienes?

—Que no me gustan. Tienen un sabor raro con ese toque dulzón al final…

—Tú sí que eres raro. Toma, pela las patatas. Muévete.

—Ya lo hago. Cálmate.

—Es que eres lento.

—Y tú estresante.

—Pues búscate a otra más zen.

—¿Sabes? —David entornó los ojos—. Quizá lo haga si sigues repitiéndolo cada dos por tres sin venir a cuento. Para ser alguien que le da tanta importancia a la efectividad del lenguaje no pareces llevarlo a la práctica. Ahórrate tantas tonterías.

Ruth inspiró profundamente y lo apuntó con un tenedor.

—Llegará el día en el que sepas leer entre líneas.

 

 

A veces, David se tumbaba bajo el árbol del jardín e intentaba ver el mundo a través de los ojos de Ruth, pero nunca lo lograba. Empezaba fijándose en una flor lila, saltaba a la siguiente y a la siguiente y a la siguiente, pero antes de ser capaz de imaginar las nubes púrpuras, el cielo púrpura y los pájaros púrpuras, siempre aparecía algún pensamiento mundano que lo arrancaba de la ensoñación. La cita que tenía con el banco la próxima semana. O la reunión de trabajo a la que tan poco le apetecía asistir (aunque la presencia de Amelia, su nueva compañera, era un aliciente). O la lista de cosas que tenía que hacer y que no quería hacer (engrasar la puerta del garaje, pasar la ITV, arreglar el segundo cajón de la mesilla de noche, ordenar el trastero). Al final terminaba mirando con desconfianza las ramas de la jacaranda, lanzaba un suspiro de frustración y se levantaba con un gemido. Le dolía la espalda. Se dijo que tenía que ir al gimnasio, y en esa ocasión iba en serio, no como las veintinueve veces que había pensado justo lo mismo.

 

 

Los niños dejaron de ser niños.

Ruth se volcó más en su trabajo.

David no se apuntó al gimnasio.

 

 

El día que Ruth cumplió cuarenta y siete años celebró una fiesta con sus mejores amigos. Se puso una falda corta, se maquilló, bailó y bebió demasiado. Al caer la noche, tras quitarse las medias, se quedó mirando los restos de confeti que habían caído de los zapatos al suelo. Un trocito rojo de papel, otro azul, dos dorados, tres verdes.

Le tembló la voz cuando dijo:

—Ya sé. La vida es morirse.

—¿Qué? —David la miró.

—No me hagas repetirlo. Mañana llamaré a la compañía de seguros. Tenemos que dejarlo todo atado. —Se limpió las lágrimas con el dorso de la mano—. He oído hablar de los funerales ecológicos. Y también está todo ese tema de la conservación del ADN.

—¿Por qué tienes que ser tan extraña?

David, ya en la cama, la miró consternado.

—No espero que lo entiendas. —Ella apagó la luz.

Volvió a encenderla dos horas más tarde. El reloj de la mesilla de noche marcaba las tres y veintiséis minutos. La lluvia de verano golpeaba las ventanas. Los trozos diminutos y solitarios de confeti seguían en el suelo. David bostezó.

—¿Hay algún dichoso mosquito?

—Sí, pero está en mi cabeza. Dentro.

—¿Qué? —Quiso lanzarle la almohada.

—David, creo que deberíamos divorciarnos.

Eso terminó por despertarlo del todo. Se sentó en la cama y se frotó los ojos mientras intentaba recordar cuánto sumaban dos más dos. Eran cinco. No, cuatro. Se sentía tan aturdido como si una apisonadora comprimiese cada pensamiento.

—¿Hablas en serio, Ruth? —Ella asintió—. ¿Y los niños?

—¿Los niños? Ellos tienen toda la vida por delante para entender. Llegará el día en el que serán nosotros en otra piel, pero tú y yo nos vamos a morir mañana, pasado o…

—¿Quieres dejar de decir eso, joder?

—Necesito respirar. ¿Tú no?

—Un poco —admitió.

—Pues hagámoslo.

 

 

Lo peor de lo que llegó después fue vender la casa y repetir la misma perorata a todo el mundo. David se aprendió un guion de memoria, como un actor de teatro que afronta su trabajo con apatía pero de forma competente. En ocasiones, cambiaba alguna cosa para darle dramatismo y jugaba con la puesta en escena. «Es que íbamos en direcciones opuestas», decía. Los días que no le apetecía hablar del tema en profundidad optaba por un clásico: «Discutíamos mucho, la situación era insostenible». Pero, si se había tomado un par de cervezas y era fin de semana, solía ponerse trascendental: «No estábamos tan mal, aún la sigo queriendo, pero el ser humano es complicado, ¿qué te voy a contar? Si las personas tienen de media unas cuatro o cinco capas, Ruth esconde al menos diez. Y vete tú a bucear ahí a ver qué encuentras. Ella no me entendía. Yo tampoco la entendía a ella. Aunque a veces…, a veces nos encontrábamos a mitad de camino y todo parecía tener sentido, pero era solo como una de esas ilusiones ópticas que se desmoronan en cuanto ves el truco. Luego pierden toda la gracia».

 

 

Lo mejor del divorcio fue que él ya nunca tuvo que volver a recoger las flores pegajosas de la jacaranda que se amontonaban en el suelo.

 

 

El día que terminó la liga y su equipo perdió, David llevó a su hijo a un bar del barrio al que se había mudado. Le gustaba sentir que formaba parte de aquel lugar porque conocía el nombre del dueño, Manuel, y conocía el sabor de las aceitunas, siempre amargas, y conocía al tipo que solía sentarse delante de la máquina tragaperras al caer la tarde. Nunca se planteó que a él no lo conociesen porque pasaba totalmente desapercibido. Era un tipo como otro cualquiera que había atravesado la barrera de los cincuenta, que perdía pelo cada vez que pestañeaba, que se había divorciado, que tenía un trabajo soporífero, que fingía leer la prensa del día y que intentaba usar palabras modernas que avergonzaban a sus hijos, como haters, match o random.

—¿Quieres una cerveza? —Sonrió con picardía.

—Pues… vale. —Raúl se encogió de hombros.

—Total, te quedan días para cumplir los dieciocho. —Fue a pedir en la barra, hizo hincapié en llamar al camarero por su nombre y, después, regresó a la mesa con una expresión satisfecha cruzando su rostro. Quería gritar a los cuatro vientos que era un padre enrollado—. Quizá al principio te desagrade el sabor…

Raúl tomó un trago largo e intentó no reírse.

—¿Estás de coña, papá?

—Bueno… sí. —David reculó—. Claro, bromeaba. Pero ahora ya podemos compartir tú y yo una a solas, eh, eso es diferente. Venga, brindemos.

Lo hicieron y Raúl se recostó en la silla, aún con la bufanda del equipo de fútbol colgada del cuello como símbolo de fidelidad pese al resultado final.

—Es curioso…

—Dime.

—Mamá hizo lo mismo. Fue el año pasado, creo. En Navidad. Nos dejó beber cerveza y luego una copa de cava.

—Ah.

«A los diecisiete. ¿A quién se le ocurre?», pensó David. Y luego fue más allá: «Se me ha adelantado». Quiso hacer recuento de todas las cosas que sus hijos habrían compartido con ella y no con él desde el divorcio. Imaginó un documento donde ir tachando hitos. Seguro que Ruth ganaba en todo lo referente a la educación sexual, quizá incluso hubiese obligado a Raúl a practicar cómo colocar un preservativo de forma adecuada. Buscó un consuelo rápido y se dijo que ella nunca los llevaba a pescar ni veía películas de Marvel. Eso tenía que equilibrar la balanza de algún modo, ¿no?

—¿Y cómo le va a tu madre?

—No sé. Bien, supongo.

—¿Parece feliz?

—Pues sí.

—Guay.

Era otra de esas palabras que Ana le había prohibido usar delante de sus amigas y que él tenía siempre en la punta de la lengua porque servía para todo. «¿Qué tal me quedan los pantalones?». Guay. «¿Pedimos comida china para cenar?». Guay. «Nos vemos a las tres en la cafetería de la esquina». Guay.

 

 

Tras los primeros años llenos de cambios, dudas y conflictos, David empezó a sentirse más ligero. Un día, paseando por Madrid, estuvo a punto de pisar el corazón mordisqueado de una manzana que alguien había tirado en la acera. Y se encontró allí parado, sonriendo como un idiota, recordando aquella y otras manías de Ruth con una ternura que anidó en su pecho antes de retomar su camino.

 

 

Ruth conoció a Samuel, Eric y Héctor.

David conoció a Lola, Sandra y Olga.

Ruth rompió con Samuel, Eric y Héctor.

David rompió con Lola, Sandra y Olga.

 

 

Una mañana, poco después de que David saliese del gimnasio (se había apuntado a crossfit tras el divorcio), recibió una llamada de su hija Ana. Le contó que el chico con el que salía desde hacía seis meses le había pedido matrimonio, que iba a casarse, que estaba feliz, que si se alegraba por ella. Su primer impulso, con el teléfono pegado a la oreja y un par de taxis pitando dos metros más allá, fue decirle que le parecía algo precipitado para tratarse de una decisión tan importante. Pero luego pensó que quién era él para opinar y que, total, la vida eran dos días. ¿Y si se equivocaba qué? Pues nada, a buscar un notario. Era uno de esos problemas de fácil solución.

—Felicidades, pequeña.

—Gracias, papá.

 

 

La boda. Once de la mañana. Una finca a las afueras que había costado un dinero que no valía (flores de capa caída, el césped lleno de calvas, la pintura blanca deslucida de las sillas). Ruth llegó sola. David llegó solo. Se sonrieron cuando la novia hizo su aparición estelar y también durante las fotografías familiares y durante el banquete en el interior de un salón por donde pululaban camareros aburridos de ver el mismo espectáculo a diario.

El menú no estuvo mal, aunque David odiaba comer pato y se lo tragó sin rechistar para hacer feliz a la niña. Ruth le dio un codazo y le mostró una sonrisilla.

—No se va a dar cuenta si te lo dejas.

—Supongo… —Miró el plato.

—Ha sido un día bonito, ¿no?

—Sí. Y él parece…

—Majo.

—Eso.

«Majo» como sinónimo de «aceptable hasta que el tiempo demuestre lo contrario». Aún conservaban la complicidad que solo otorga la vida compartida y les bastaban pocas palabras para entenderse de forma sincopada, sin adentrarse en aguas profundas, porque ir mucho más allá era un deporte de alto riesgo.

—Es todo un poco intenso —dijo él.

—Pues espera a que inauguren el baile. Llevan un par de meses ensayando la coreografía de Dirty Dancing. Era la película preferida de Ana cuando era pequeña…

—Fue una pesadilla. La ponía a todas horas.

—¿Recuerdas cuando se disfrazó de Baby?

—Se rizó el pelo con eso que olía como a…

—Plástico quemado. —Ruth terminó la frase.

Los dos sonrieron cuando el baile dio comienzo.

Después, pasadas las primeras horas entre copas e invitados a los que saludaba con una sonrisa cada vez más fingida, Ruth se acercó a David y le colocó bien la corbata. Él contuvo la respiración ante la familiaridad del gesto.

—Creo que si cogemos dos cervezas y nos vamos al jardín de atrás nadie se dará cuenta de que no estamos. Casi todo el mundo está entretenido.

—Somos los padres de la novia —dijo él.

—Por eso. Nos merecemos un respiro.

David cogió los botellines y salieron mientras empezaba la siguiente canción. Se alejaron de la zona donde se apiñaban los fumadores y anduvieron en silencio hasta la parte de atrás de la finca. Ruth se sentó en un banco de madera, exhaló un suspiro, se quitó los tacones, se quitó las horquillas del pelo y le quitó a él la cerveza.

—Necesitaba un momento de paz.

—Hay mucho ruido ahí dentro…

—Sí. —Ella lo miró—. ¿Cómo estás?

—Bien. —Se encogió de hombros—. ¿Tú?

—No me quejo. Tienes buen aspecto.

—Es por el gimnasio —contestó él.

—Tendrías que haber dicho: «Tú también, Ruth. ¿Has cambiado de peinado? Ese corte y el color caoba te favorecen un montón».

—Si eso ya lo sabes…

—Estaba bromeando.

David pensó que, en primer lugar, era una de esas bromas que lo eran y no lo eran al mismo tiempo, un puñado de palabras que pendían de una línea finísima. Y, en segundo lugar, se dio cuenta de que el término «color caoba» se escapaba de su lenguaje, era incapaz de aplicarlo en ningún contexto, y días más tarde se encontró a sí mismo buscando la definición exacta: «Un color rojo púrpura semioscuro, de saturación moderada, que corresponde específicamente a la coloración de la madera del mismo nombre, perteneciente al árbol llamado caoba de Jamaica». Ahí es nada.

—Oye, de verdad que estás muy guapa.

—Gracias. —Le sonrió con sinceridad.

Se quedaron un rato más allí, como suspendidos en el silencio de la tarde. David alzó la cabeza y contempló la luz empolvada del sol que se colaba entre las agujas verdes y brillantes del pino bajo el que se cobijaban.

—¿Te acuerdas de nuestra jacaranda?

—Claro. —Ruth lo miró—. ¿Habrá crecido mucho durante estos años? Quizá sí. Quizá, al menos, dos metros. O a lo ancho. Mejor para que dé sombra.

—No tengo ni idea. ¿Has vuelto a pasar por allí?

—Nunca. ¿Tú tampoco? —Él negó y suspiró.

La casa la había comprado una familia irlandesa que acababa de trasladarse a la ciudad por trabajo. Apenas intercambiaron algunas palabras antes de la firma en la notaría porque no dominaban el idioma y eran más bien secos, por no decir antipáticos.

Ruth se giró hacia él con los ojos brillantes.

—¿Estás pensando lo mismo que yo? —soltó con un entusiasmo peligroso que a él lo impulsó a asentir, pese a que lo único que se le había pasado por la cabeza en los últimos segundos era lo bien que sabía la cerveza que tenía en la mano derecha—. ¡Ah, qué emocionante! Sí, sí, ¡hagámoslo!

«¿El qué?», quiso preguntar David.

—Ehmm, ¿cuándo? Es que…

—Pues en cuanto acabe la boda. Iremos en tu coche. Ya verás, será divertidísimo volver allí y ver todo lo que ha cambiado. ¿Te imaginas que la han pintado de color verde? O peor aún, de ese azul pálido que ahora está tan de moda…

—¿Quieres ir a nuestra antigua casa?

Ruth parpadeó y lo miró confundida.

—Claro. ¿Acaso no me escuchas?

Y él pensó que, bueno, que por qué no, que no era una idea tan descabellada. Incluso podría considerarse algo guay para contarlo después como una anécdota y, además, sería como quitarle el último punto a aquella herida ya cicatrizada.

 

 

La boda se alargó hasta la madrugada.

No había rastro de estrellas en el cielo oscuro mientras se adentraban en aquel camino que habían recorrido cientos de veces, con los críos peleándose en el asiento trasero del coche y ellos peleándose en los de delante, con las bolsas de la compra desparramadas por el maletero y alguna canción sonando de fondo en la radio.

Ruth bajó su ventanilla cuando quedaban dos calles para llegar y el aire templado le revolvió el pelo. Se reía, quién sabe de qué. Iba un poco achispada.

—Ya llegamos. Es allí…

—¿Dónde está la jacaranda?

—¿Qué has dicho? —David frenó.

—Que no está. No hay ningún árbol.

Él necesitó unos segundos para entenderlo.

—Qué hijos de puta. ¡La han cortado!

—Eso parece. A ver, mueve un poco el coche para que los faros enfoquen mejor… —Ruth se inclinó hacia delante—. No. Ni rastro de la jacaranda.

—¡Serán…! Pero ¿cómo se atreven? Joder.

—Venga, David, si tampoco es para tanto…

—¿Por qué dices eso, mujer? Con lo que te costó plantar la dichosa jacaranda y la de tiempo que pasé recogiendo las dichosas flores moradas y la de dichosas heridas que se hicieron los críos escalando por las ramas…

—Lo sé, lo sé. —Ruth sonrió y apoyó la mano en su brazo—. Pero puede que tenga un sentido metafórico que ya no esté. A fin de cuentas, los años lilas fueron solo nuestros. Es mejor así. Es mejor. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Sí, claro que sí —mintió David.

0 comments