Una botella en el mar I

Podría decir que lo más apasionante de mi verano ha sido escalar el Kilimanjaro o algo así que suene épico y exótico, pero en realidad solo me vienen a la mente placeres cotidianos como una siesta bajo la sombra de un árbol, una conversación interesante con una cerveza fresca en la mano, tumbarme a ver las perseidas, reírme de alguna cosa cínica e incorrecta o leer las últimas páginas de una novela con el corazón encogido.

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Todos somos pequeños icebergs. El presente asoma con cautela. La infancia permanece oculta bajo el agua. Un puñado de recuerdos que se comprimen igual que los copos de nieve hasta formar capas de hielo. Los peces que se mueven alrededor son incapaces de ver nada más allá de lo evidente.

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La niña de la fotografía creía que la gente de treinta y cuatro años era muy mayor y que seguro que a esa edad lo tendrían todo claro en la vida. Al cumplir treinta y cuatro y mirar a la niña congelada en el papel, pienso que ella sí tenía entonces las piezas correctas en las manos. Porque los críos saben ver sin esfuerzo la belleza, lo pequeño, la gracia de lo efímero, esos destellos de luz que se vuelven difusos conforme vamos soplando velas. Nada más solitario que el humo que flota al apagar la llama y que nadie ve mientras se suceden los últimos cánticos y los aplausos. Y nada tan extraño como ese cajón donde se guardan números maltrechos a la espera de ser reutilizados pronto.

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Los libros son espejos en los que encontrarnos y mirar a otros. Siempre que quiero conocer a alguien le pregunto qué lee, porque preguntarle qué anhela, qué le toca, qué añora, qué le duele o qué piensa sobre la condición humana resultaría demasiado raro. Y es emocionante la posibilidad de imaginar e intuir, jugar a descifrar jeroglíficos a través de las letras de otros. No importa tanto acertar o fallar.

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Al empezar a llover, mi hijo mayor bromea: «¡Se ha roto la nube! ¡Habrá que pegarla con celo!» Pienso en lo maravilloso que sería poder escarbar dentro de su cabeza, descubrirlo todo, revivir dudas y sabores y tener delante ese lienzo en blanco sin saber que lo tienes, cuando todavía nadie te ha dicho que el marrón y el negro no combinan bien, vetetúasaberporqué, o ni sospechas lo necesario que es tener una agenda.

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Las últimas escenas de Aftersun me persiguen durante semanas. Escucho Under Pressure y lloro. Lloro y escucho Under Pressure. El orden es lo de menos. ¿Cómo es posible que una película pueda atravesar a algunas personas y dejar indiferentes a otras? «Es por el cómo», le digo. «El qué nunca es lo importante, no tiene misterio, todas las emociones las despiertan las mismas cosas. Lo extraordinario es la forma en la que cada idea viaja, cala y permanece. Imagina cientos de botellitas de cristal flotando en un mar, mensajes fragmentados que aguardan a la deriva hasta que alguien que pueda entenderlos los alcance».

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Siempre que voy a una librería pido que me recomienden un libro. En Wilborada, que se encuentra en el corazón de Bogotá, el librero fue a buscar una escalera para llegar a una balda alta e insistió en que tenía que llevarme Esta herida llena de peces. Lo empecé en el avión de regreso a casa, pero apenas leí unas páginas. Pasaron meses. El otro día lo cogí de la estantería, lo abrí y ya ahí me quedé. Algunos libros te mecen entre sus páginas y, cuando menos te lo esperas, te clavan la garra. Pues eso fue. Vale la pena adentrarse en el viaje a ciegas. Entre otras, marqué esta frase: «Tener un hijo es buscar, todo el tiempo, formas de explicar el mundo. Poner en palabras cosas terribles, milagros, presentimientos. Hablar de dinosaurios sin tener idea. A mi niño, si la historia no le convence, tranquilamente dice: "Ma, no te creo". A veces la niña soy yo y es él quien me enseña a hablar. Puedo explicarle cómo nace un río, cómo hace el ángel de la guarda para escucharlo cuando reza o por qué los búhos y murciélagos salen a pasear de noche. Incluso sé que puedo presentarle a su madre y sus hermanos. Lo que no encuentro cómo explicar es por qué un hombre carga un arma».

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El calor adormece las ideas.

Si alguien consigue escribir cosas decentes durante estos meses de verano, por favor que me diga cuándo, por qué y, sobre todo, cómo narices se hace. Yo solo logro pensar en helados, gotas condensadas resbalando por un vaso y sandía fresca. Desde la terraza, al mirar a lo lejos al mediodía, se pueden distinguir las ondas de calor tornando borroso el paisaje. En términos científicos hablaríamos de refracción de la luz. En mi idioma es aire caliente sobre un espacio caliente en este universo caliente e insoportable.

Pero el otro día recordé que de pequeña pensaba que aquello era cosa de magia. Podía pasar mucho tiempo a solas contemplando el efecto, imaginando que algo fascinante estaba a punto de ocurrir. Al final siempre se interrumpía el momento porque había que merendar o realizar cualquier otra tarea mundana. Y pensaba: «Otro día más sin descubrir…» Insertad ahí cualquier locura que se os ocurra.

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Cuando estuvimos en Portland, Maine, entré en una tienda preciosa (y carísima) de juguetes. Todo era tan bonito que podría haberme quedado allí a vivir. Justo al fondo estaba la mejor parte, que era una casa enorme para ratones y un montón de ratoncitos diversos: el astronauta, el nadador, el superhéroe, el hada de los dientes o la excursionista. Algunos se vendían dentro de una cajita de cartón y me dije que tenía que llevarme un par a casa, claro, era necesario. Y ahí, incapaz de decidirme entre todos los ratones, me di cuenta de que no estaba comprando aquello para mis hijos, porque sabía que no les harían ni caso, sino para mí. Quería la casa de ratones, volver atrás, montarla en mi antigua habitación, cuidarlos, ponerles nombre, jugar a imaginar historias.

Dejé los ratones en la estantería y aún pienso en ellos.

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He oído muchas veces aquello de que después de las vacaciones aumentan los divorcios porque las parejas pasan más tiempo juntas. Yo creo que quizá no es por uno, por otro, ni tampoco de la combinación de dos en bañador. Puede que tenga que ver con los vacíos. Pequeñas burbujas tan diminutas como las que se esconden en un refresco de gaseosa; durante el año nadie les hace caso, no hay tiempo, no existe la pausa, pero al echar el freno es fácil pensar que resultan molestas, pican y son un incordio. Tener un alfiler en la mano a tiempo soluciona cosas. Casi se le pilla el gusto.

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Cuando estoy en la sección infantil de una librería sigo preguntando en el mostrador si tienen algún libro de ratones. «¿De ratones?», suelen repetir. «Sí, es que a mis hijos les encantan», contesto. Porque es más fácil que explicarles que si, además, el escenario es un bosque y me enseñan el interior de su madriguera, entonces ya me han ganado, la trama me importa poco. En su defecto, acepto cuentos sobre abejas (siempre y cuando los lectores entremos en la colmena) o sobre hormigas (siempre y cuando los lectores entremos en el hormiguero). Si de pequeños no soñabais con traspasar el umbral de esas puertas quizá no hablemos el mismo idioma.

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Por alguna misteriosa razón, al señor Steinbeck le daba por escribir novelas muy largas o novelas muy cortas. Las setecientas páginas de Al este del Edén me han acompañado durante todo el mes porque siempre leo varios libros a la vez y porque no quería que la historia terminase jamás. Es lo que tienen las grandes novelas, que una desearía quedarse a vivir en ellas un poco más y las expectativas se acomodan, no esperas grandes acontecimientos ni giros increíbles, te conviertes en una amable espectadora. Son libros que serenan. «Sólo tenemos una historia. Todas las novelas, la poesía entera, están edificadas sobre la lucha interminable entre el bien y el mal que tiene lugar en nuestro interior».

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Los recuerdos de mi infancia anidaron en el verano. Cierro los ojos y me veo ahí, justo ahí, en julio o en agosto, una niña bajo la luz pajiza del sol, con un polo de menta en la mano y siempre cerca de un puñado de hormigas a las que seguirles la pista. La vida olía a cloro, a tomates recién cogidos del huerto, a jazmín y a los grumos rebeldes de Cola Cao con los que nunca he logrado hacer las paces.

Entonces el verano era eterno y aún me permitía usar sin pensar palabras como «nunca» o «siempre».

Ahora los días siguen siendo largos, aunque los meses se hacen cortos. Las horas tienen una consistencia diferente; atrás queda esa textura como de chicle o de algo blando, todo se ha vuelto más sólido, más real (con listas de tareas y propósitos imposibles). Vendría a ser ese abismo entre tener una casita en el árbol donde tomar té con tus peluches y firmar una hipoteca a treinta años. Una casa es una casa. Todo lo demás no.

Al verano hay que idealizarlo para entenderlo.

No podemos permitir que desaparezca la fantasía de aterrizar de pronto en un anuncio de Estrella Damm. Una cerveza por ahí, un atardecer por allá, una partida de cartas, el ambiente de las verbenas, las barbacoas con amigos y los viajes por carretera con la ventanilla bajada. Ignoremos que existen los mosquitos, las medusas, el calor sofocante y todas esas cosas que no vienen a cuento en los veranos imaginados: luminosos y bellos como una novela francesa, vibrantes e impredecibles como un disco de los Arctic Monkeys.

Así que quedémonos un poco más en algún lugar lejano, sin nombre, donde buscar y coleccionar cachitos de quiénes somos lejos de la rutina.

Ya cae el sol.

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