Sobre Ikea, rosas, ositos y vínculos



El otro día fuimos a Ikea.

Sí, es un lugar que amo y odio en la misma medida. Casi nunca encuentro nada que me guste, pero cada vez que llega el catálogo a casa quiero comprar toda la tienda, ¿quién lo entiende? El caso, que acabamos allí porque habíamos estado en casa de unos amigos y a Leo le fascinó la cocinita que tenía su compi de juegos. Así que pensamos: venga, como salimos poco dadas las circunstancias, a ver si se entretiene con esto. Y allá que nos fuimos.

 No cabía ni un alma. Empecé a agobiarme, porque la gente lleva mal lo de la distancia social (o directamente ni lo lleva). Total, que nos vamos directos a la zona de juguetes que por suerte está al salir de los ascensores. Le hago una foto a la referencia de la cocinita, echo un vistazo rápido a algunas cosas, J está atendiendo una llamada de teléfono y, de pronto, veo que Leo está flipando delante de un enorme montón de peluches de osos panda.

 Esto tiene una explicación: él tiene uno de esos osos en casa desde que nació y lo adora. Es su osito, el único que quiere para dormir y al que le hizo caso cuando ignoraba a todos los demás peluches. Así que, al ver que su querido panda no era único en el mundo, creo que se quedó entre asombrado y confundido. Justo entonces, una niña se acercó para coger uno de los ositos y él se giró indignado hacia ella gritando: «¡Panda mío!»

Me dio ternura.

 Me trajo recuerdos de El Principito. Si me seguís desde hace tiempo sabréis que es la novela a la que más cariño le tengo, la única que he leído muchísimas veces. Pues bien, el principito vive en su planeta junto a una rosa que creció allí. Él la mima, la cuida, soporta su mal humor. Cree que es única en el mundo y es su posesión más preciada. Pero, cuando llega a la tierra, un día descubre un rosal repleto de rosas iguales que la suya. Tarda un poco en comprender que, en el fondo, su flor sí es especial y diferente; la frase es mítica: «Fue el tiempo que pasaste con tu rosa lo que la hizo tan importante».

 Admito que cuando estaba en Ikea deseando largarme a casa no era el momento de ponerme a reflexionar con un niño que no llega a los dos años, pero me dije que algún día le explicaría que, aunque existan millones de peluches panda, el suyo es especial por todo lo que han compartido y vivido juntos. Le aseguré que su osito le esperaba en casa, pero le dije que si quería podía coger uno de los de la caja mientras tanto. Y resulta que no lo quiso.

Nadie me ha hecho reflexionar tanto como mi hijo.

 En las entrevistas, que estas semanas han sido muchas y variadas, suelen hacerme siempre esta pregunta: «¿por qué escribes novelas de amor?» Me esfuerzo por argumentar mi respuesta, pero un día les diré: «Porque el amor es uno de los primeros sentimientos que el ser humano es capaz de sentir; cuando aún no conoce el odio ni la envidia o la maldad, sí sabe de amor, cariño y necesidad. Que un niño quiera tan solo a su panda entre cientos de ositos exactamente iguales explica la raíz del amor y, por extensión, de la vida».

 Acabo de recordar que, hace unos años, una amiga que tiene dos hijas me enseñó los elefantes con los que dormían las niñas. «Son iguales», le dije. «No, para ellas no». Me explicó que, cuando los metía en la lavadora, se quedaban mirando cómo daban vueltas hasta que los sacaba y, todavía mojados, cada niña sabía perfectamente cuál era su elefante.

A mí me pareció fascinante.

 Y ahora pienso: «¿No son las relaciones exactamente así?» Es decir, seguro que no seré la única persona que se ha preguntado alguna vez con cuántos hombres de este mundo tendría afinidad a la hora de tener una relación sentimental. O con cuánta gente podría mantener una amistad maravillosa. Habrá miles de personas que encajen conmigo. Pero entonces entra en juego la casualidad, el cruce de caminos, el libre albedrío. Eliges a ese ser humano. Y a ese otro. Y a ese también. Te rodeas de gente con la que no siempre coincides en todo, incluso de aquellos con los que te separa un abismo lleno de diferencias. Y nada es nunca tan perfecto como podría serlo sobre el papel si esto fuese el inicio de un capítulo de Black Mirror sobre una nueva aplicación para emparejarte con la persona ideal.

He pensado en ello a veces y creo que no funcionaría.

 Mi teoría es que si tuviese un alto grado de afinidad con alguien sería, en esencia, como estar conmigo misma. Y, conociéndome, me aburriría o acabaría desatando una guerra. Soy más de pensar que el invierno necesita al verano y el verano al invierno.

 Pero, en general, no creo en el amor perfecto.

En cambio, sí creo en los vínculos.

 No hay nada tan poderoso como un vínculo. Son casi irrompibles. Incluso en el caso de haber dejado de mantener relación con algunas personas, ese vínculo continúa existiendo, aunque no hablemos y no estemos en contacto. Lo que hubo sigue vivo porque nutrió, fue aprendizaje, parte de quién soy. En el diccionario pone «Unión o atadura de una persona o cosa con otra». Puedes cortar los lazos del presente, pero no aquellos que ya viviste (a no ser que acabemos como en la película ¡Olvídate de mí!). Y esos vínculos nos hacen únicos a los ojos del otro; imprescindibles, diferentes, especiales.

 Todos somos rosas y principitos a lo largo de la vida.

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