Epílogo extra bilogía «Deja que ocurra».


Hace tiempo conté que el primer borrador de la bilogía tenía un epílogo distinto. Tras hablarlo con mi editora, decidimos cambiarlo. ¿Por qué? Supongo que la razón principal es porque estoy en un punto en el que prefiero los finales sutiles y más abiertos a la imaginación del lector (¿no es maravilloso que tras cerrar un libro alguien termine fantaseando por su cuenta sobre el futuro de esos personajes? Es una manera de que sigan vivos). Sin embargo, como en esta ocasión ya tenía escritas las páginas que continuaban con la vida de Axel y Leah seis años después, quería compartirlas por aquí para todos aquellos que piensan diferente y desean saber exactamente qué fue de ellos. Y así celebramos que hoy sale el estuche con la bilogía en bolsillo. Muchas gracias por perderos entre las playas de Byron Bay...




EPÍLOGO
(Seis años después)


«La vida es aquello que te va sucediendo
mientras te empeñas en hacer otros planes».
John Lennon, The Beatles




128
Axel

Entrecierro los ojos tras tumbarme sobre la tabla y fijar la vista en el cielo azul de la mañana. Es domingo, el agua susurra a mi alrededor y las olas no son demasiado buenas, pero sí la brisa suave y la sensación de estar flotando, de calma.
—¿Te estás durmiendo o qué?
Sonrío al escuchar la voz de Oliver.
No le digo que estaba pensando en lo jodidamente afortunado que soy. No le digo que un día, diez años atrás, me pregunté en este mismo mar si era feliz y encontré un atisbo de duda en mi cabeza, justo veinte minutos antes de que él entrase en mi cocina, se sirviese un trago de buena mañana y me pidiese el favor de cuidar de su hermana pequeña…
—Si no salimos ya, vamos a morir.
Eso sí consigue captar mi atención.
—Tienes razón. Vamos.
Nadamos hasta la orilla y entramos en casa poco después. Todo está lleno de trastos que consigo esquivar para ir al dormitorio y coger dos camisetas; le tiendo una a Oliver y le digo que ya se secará el bañador por el camino, porque no hay tiempo de mucho más, sobre todo teniendo en cuenta que no encuentro las malditas llaves del coche. Él me ayuda a buscarlas entre risas, mientras intento recordar dónde las he metido. No, quizá el problema no sea ese, quizá la cuestión sea quién las ha metido dónde. Suena más probable.
Echo un vistazo rápido por el salón. Ese salón en el que un día cualquiera volví a pintar, sin forzarlo, sin buscarlo, solo por necesidad. Meses después, las paredes volvieron a ser blancas, aunque nos costó más de tres o cuatro capas de pintura conseguirlo. Sin embargo, Leah quiso dejar rastros de aquello, así que los marcos de madera de las puertas siguen llenos de color y también el taburete de la cocina o la vieja mesa del escritorio.
—¿Piensas quedarte ahí parado? —Oliver me mira.
—Estoy pensando… metiéndome en esa pequeña cabecita… —Frunzo el ceño y me llevo las manos a las caderas. Recuerdo que las llaves estaban en el bolsillo de la chaqueta que colgué en el perchero detrás de la puerta; bajo la mirada hasta el suelo y me fijo en la maceta de una planta frondosa de tronco retorcido. Desde que Leah volvió a vivir conmigo, las plantas dejaron de palmarla. Me pellizco el labio inferior mientras me acerco y veo los muñecos que hay allí, algunos escalando el tallo, otros colgando de hojas y la mayoría sobre la tierra húmeda. Y ahí están. Las llaves del coche sirviendo de transporte gratuito para un unicornio de pelo rosa, azul y amarillo.
Reprimo una sonrisa y las cojo.
—¡Ya las tengo! —anuncio.
—Joder, menos mal.
Subo el volumen de la música en cuanto nos montamos en el coche, porque sigue sonando el disco que Leah puso ayer y me encanta esta canción, Twist and Shout. Conduzco con un poco de prisa por las calles de Byron Bay llenas de surfistas, de gente descalza, de puestos de fruta y de comida ecológica y de turistas curiosos que llegan aquí en busca de libertad y de un ritmo de vida diferente lejos del tictac de los relojes.
Oliver y Bega no tardaron demasiado en mudarse aquí después de esa boda en la que hice el mayor ridículo de mi vida intentando escribir un discurso bonito. Mi hermano tuvo el buen juicio de sustituirme antes de que pudiese acabar, cuando empecé a bloquearme al escuchar las carcajadas de Oliver, al que no parecía importarle que la familia de la novia lo asesinase con la mirada. Por suerte, Justin demostró que sería un digno descendiente de Shakespeare y consiguió que yo pudiese largarme y que varios invitados llorasen de emoción.
—Mierda, somos los últimos. —Oliver suspira.
—Siempre somos los últimos. —Me encojo de hombros.
Después saco las llaves del coche y avanzamos hacia la casa de mi hermano y Emily, porque es el cumpleaños de mi padre y vamos a celebrarlo en ese jardín que Justin cuida con tanto mimo. Caminamos por el sendero de la entrada y antes de llegar hasta los tres escalones que nos separan de la puerta, esta se abre de golpe y ella sale corriendo para lanzarse a mis brazos como loca y con las mejillas llenas de lágrimas.
—¡Papá, papá! ¡Tristan me ha pegado!
—Toda tuya. —Oliver se echa a reír y entra.
Me arrodillo en los escalones para estar a su altura y ella hace un puchero encantador. Los tirabuzones rubios le rozan los hombros y tiene los mofletes sonrosados.
—No será para tanto —digo.
—¡Me duele, papá! —insiste.
—Déjame ver. —Ava extiende su bracito y se lo froto—. ¿Ves? No hay nada.
Ella frunce el ceño sin estar muy convencida y yo intento no echarme a reír, porque no conozco a nadie tan exageradamente dramática. Bueno, sí, a su madre, claro. Le doy un beso en el pelo y la cojo en brazos antes de entrar en casa de mi hermano.
Las voces se alzan mientras todos se mueven desde la cocina hasta el jardín en el que han preparado la mesa. Paso por allí con Ava en brazos y abro la nevera para buscar una cerveza tras saludar a Bega, a Emily y a mi madre, que intenta hacerse con el mando de la cocina a pesar de que hemos decidido celebrar el cumpleaños allí precisamente para que no se pasase el día trabajando. Y también por una cuestión de espacio, pienso mientras me fijo en la barriga de Bega, que parece a punto de explotar.
—¡Deja de mirarme así! —se queja.
—Perdona. Calculaba el tiempo que tenía para salir corriendo de la cocina si decidías terminar conmigo aplastándome. —Me echo a reír cuando Bega me da un puñetazo en el hombro y Ava se sujeta a mi cuello con más fuerza—. ¡Nos atacan!
—Seguro que con razón. —Leah aparece por la puerta y soy dolorosamente consciente de que una sonrisa de idiota se adueña de mi cara en ese instante, justo antes de inclinarme para darle un beso suave.
Después salgo al jardín. Huele a la lluvia que ha caído esa mañana, a verano y a la comida que Justin está cocinando en la barbacoa con la ayuda de los gemelos, que a pesar de tener aún trece años en breve nos sacarán una cabeza a todos. Dejo a Ava encima de una de las sillas y saludo a mi padre dándole un apretón en el hombro.
—Felicidades, colega.
—Gracias. Un año más.
—Y los que quedan —añado.
Mi padre sonríe satisfecho y asiente antes de ponerse a charlar con Oliver sobre los resultados del último partido de fútbol. Yo estoy demasiado ocupado observando lo que Tristan hace como para prestar atención a la conversación. Frunzo el ceño y me acerco hasta él, que está arrodillado delante de un árbol.
—¿Qué estás haciendo? —pregunto.
—Jugar con las hormigas. ¿Ava se ha chivado?
—¿De que le has pegado? Claro que sí.
—Es una pesada —resopla.
—Pero también es tu hermana pequeña.
—Ya lo sé —Me mira arrepentido—. Lo siento.
—Venga, vamos a comer. —Le revuelvo el pelo.
Me acomodo al lado de Oliver con Ava encima. Leah se sienta juntos a mí cuando Tristan se cambia de sitio para estar cerca de los gemelos, porque se pasa el día persiguiéndolos e intentando que le hagan caso, aunque probablemente ellos ya estén pensando cuándo terminará la comida para poder irse por ahí con sus colegas el resto de la tarde.
La mesa se llena de voces, de risas y de platos que van pasando de un lado a otro. En algún momento, en medio de aquel caos que tanto me gusta, respiro hondo, muy profundo, y deseo congelar ese instante para siempre. Una vez Leah me dijo que le preocupaba ser solo consciente de lo bonitos que habían sido ciertos momentos de la vida cuando ya hubiesen pasado. Y tenía razón, porque a menudo caemos en eso. Pero a veces es solo una cuestión de tomar aire, de no caminar tan rápido, quedarte con el recuerdo de los que ya no están y disfrutar de los que sí. Frenar. Pararte a mirar lo que tienes alrededor. Saborearlo. Porque la vida es eso; sonrisas, miradas, gestos de los tuyos, metas que alcanzar, sueños ya cumplidos, viajes inesperados y besos y abrazos de los que sacuden el alma y se quedan para siempre.
Y lo tengo ahí, justo delante de mis narices. Cada día.
Sigo pensando en ello horas después, cuando regresamos a casa y hago un castillo de arena en la playa con Ava y Tristan. Quería que Leah pudiese estar un rato a solas pintando tranquila en la terraza, porque el próximo fin de semana vamos a irnos a una feria a la que lleva meses deseando asistir y, cuando no duermen, nuestros hijos se dedican a intentar sabotear a su madre pintarrajeando encima o robándole tubos de pintura y pinceles. Ava está convencida de que «sus dibujos son mucho mejores», o eso nos dijo la semana anterior, así que intenta participar activamente en el proceso creativo, por desgracia.
—Aquí iría la princesa. —Ava señala la torre.
—En este castillo no hay princesas —contesta Tristan.
—Son princesas invisibles. Están, pero no se ven. Y así todos contentos —me apresuro a decir mientras sigo quitando arena del foso. Ava se echa a reír cuando una ola más fuerte arrastra el agua hasta la orilla en la que estamos sentados y le hace cosquillas en los pies. Y aunque veo que intenta evitarlo, Tristan no puede contener una sonrisa al escuchar el sonido estridente de las carcajadas de su hermana, porque es tan escandalosa que hace gracia.
Regresamos a casa cuando el sol empieza a desaparecer en el horizonte. Mientras caminamos descalzos, Tristan dice que es como una bola de fuego, pero Ava opina que se parece más a un huevo naranja de unicornio o a una naranja que alguien ha lanzado desde el otro lado del mundo dándole una patada. Alzo una ceja en alto y Tristan se ríe al ver mi gesto de desconcierto, porque no es que tenga una imaginación desbordante, es que sencillamente tiene una imaginación rara y, a menudo, me deja sin palabras.



129
Leah

Doy una última pincelada cuando los veo llegar por el camino lleno de arena mientras sus voces entusiasmadas rompen el silencio que me ha acompañado durante más de una hora. Me limpio las manos en un trapo antes de que Ava se lance a mis brazos, porque tiene la costumbre de abrazar a todo el mundo cada vez que alguien viene o se va, como si fuese una despedida larga y sentida. En cambio, Tristan protesta cuando lo persigo por toda la casa para intentar robarle un beso; cuando al fin lo consigo y gruñe, me recuerda a su padre.
—Sigue un rato. Yo bañaré a Ava.
—Mañana más —digo—. Iré preparando el agua.
Terminamos los tres metidos en el cuarto de baño, que no es precisamente grande. Axel y yo fuera de la bañera, pero casi tan empapados como ella. Sonrío viendo a Ava jugar con el submarino amarillo que encontramos un día cualquiera en un mercadillo durante una escapada a Brisbane. Es igual que el que tienen mis hijos en la pared de la habitación, ese dibujo que Axel hizo antes de saber que llegarían a nuestras vidas, el que les recuerda cada noche que los queremos más que a nada en el mundo.
La obligamos a salir cuando se hace tarde, porque parece que no tiene suficiente agua con pasarse el día en la playa y terminar en la bañera. Tristan está en la terraza, descalzo como todos los demás, y juegan juntos un rato hasta que acabamos de hacer la cena. Axel enciende el tocadiscos, empieza a sonar Yellow Submarine y escucho desde la cocina cómo se ríen, porque a los dos les hace gracia esa canción, la letra infantil, el hecho de que su padre haga el idiota mientras suena y la cante a pleno pulmón mientras se acerca a mí y termina susurrándome el estribillo al oído, derritiéndome, besándome el cuello…
Trago saliva cuando noto que se me acelera el pulso e intento darle la vuelta a la tortita que estoy intentando hacer, pero que terminaré quemando a este paso.
—¿Te pongo nerviosa…? —Me muerde la oreja.
—Me pone nerviosa pensar en qué ocurrirá cuando tus hijos crezcan y empiecen a ser más adultos que tú —me burlo y él sonríe travieso y me da un lametón en la cara que confirma mis sospechas de que nunca va a madurar del todo. Supongo que ninguno de los dos lo haremos, porque sigo sintiéndome tan niña cuando estoy a su lado, cuando llega la noche y nos tumbamos juntos en la hamaca para ver las estrellas, que a veces me sorprendo al mirar atrás y ver el tiempo que ha pasado, todo lo que hemos construido juntos.
Le confieso eso mismo en susurros horas después, cuando acostamos a los niños tras leerles uno de los cuentos que Axel ilustró el año pasado. Ilustró y escribió. En realidad, lo hizo a medida para Ava y Tristan, ellos iban pidiéndole que dibujase cosas y él lo hacía sin pensar, así que es el cuento más raro del mundo, con princesas, extraterrestres, unicornios, un mundo hecho de chocolate congelado y palitos de regaliz que cuando los muerdes sangran una mermelada mágica. Y lo mejor de todo fue que Oliver vio potencial en la historia un día que vino a casa y se puso a hojearlo, así que lo movió por algunas editoriales y consiguió que hiciesen una tirada pequeña, casi ridícula, pero que sé que a Axel le hizo ilusión, porque hasta entonces nunca lo había visto tan orgulloso por algo.
Una vez me dijo que, quizá, en un futuro intentase ilustrar algún otro cuento infantil. No sé si terminará haciéndolo, porque apenas tiene tiempo entre la galería y los pocos encargos que sigue aceptando. Lo que sí sé es que cuando Axel pinta ahora, lo hace porque de verdad le apetece, porque lo siente. No ocurre a menudo, pero, cuando pasa, el mundo es más resplandeciente; a veces parece que hasta Ava y Tristan entiendan la importancia de ese momento tan íntimo para él, porque se quedan mirándolo embobados y no lo interrumpen tanto como a mí cuando estoy enfrascada en el trabajo y me evado del mundo.
Y trabajo mucho, pero, sobre todo, lo hago como siempre soñé. Trabajo para mí, aunque con la esperanza de hacer feliz a otras personas por el camino, de que esas pinturas emocionen a alguien que está triste o coloreen estancias que con ellas son menos grises. En algún momento entendí que no valía la pena invertir el tiempo en aquello que no me llenaba; porque es un dicho que se repite mucho, pero nada es tan cierto como que la vida es demasiado corta como para no desear exprimir cada minuto, recorrer curvas de sonrisas y verte reflejada en miradas brillantes en lugar de en espejos.
Cuando salgo a la terraza, Axel está fumando apoyado en la viga. Me sonríe. Esa sonrisa que ha parado mi mundo desde que tengo uso de razón. Camino de puntillas por el suelo de madera hacia él mientras empieza a sonar de fondo Let It Be. Apaga el cigarro y sus manos resbalan por mi cintura y me guían despacio bailando, tan despacio que apenas nos movemos en realidad. Recuerdo aquella noche que hicimos esto mismo, cuando le pedí que me besase, cuando todo empezó a cambiar. Le rodeo el cuello y me aprieto contra él.
—¿En qué estás pensando? —pregunto.
—En que quiero más hijos. Y no solo porque me apetece cogerte en brazos y meterte en la habitación para pasarnos toda la noche despiertos, sino porque sabes que tengo la esperanza de repoblar el mundo contigo.
Pongo los ojos en blanco e intento no reírme.
—¿Y también quieres pasarte las noches en vela?
—Hasta eso lo echo de menos. Crecen muy rápido.
Le doy un beso en la mandíbula y él suspira hondo. Bailamos lento, nos buscamos con las manos y cinco minutos después acabamos en el suelo, con las piernas enredadas, riéndonos hasta que él me tapa la boca con la mano para que no despierte a los críos.
Tomo aliento cuando me calmo.
Los dedos de Axel juguetean por mi piel.
—¿Eres feliz, Leah? —pregunta en susurros.
La pregunta. La que tantas veces me ha hecho; la que en ocasiones evité, la que a veces temí, la que en ciertos momentos me llenó de dudas…
La que hoy me hace sonreír contra sus labios.
—Muy feliz. —Lo miro. Nos miramos. Él respira hondo bajo ese cielo cuajado de estrellas y me abraza—. Porque todos vivimos en un submarino amarillo…
—Nuestro submarino amarillo.



FIN

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