Nuestro último invierno



TORMENTA ELÉCTRICA.

Las tormentas eléctricas son provocadas por una nube cúmulo y presentan rachas de viento, fuertes lluvias y, ocasionalmente, granizo. Suelen ser breves. El rayo se desarrolla en los alrededores, entre dos centros de carga opuesta. El trueno se origina por el extraordinario calor del rayo al rasgar el aire. Los trozos de hielo del interior de la nube son arrastrados hacia arriba y hacia abajo por el viento y el choque entre ellos produce chispas que saltan, crean regiones de gran carga eléctrica y posteriormente aparecen como relámpagos.
Tú y yo fuimos dos nubes cúmulo. Cargas opuestas.
Es curioso como una decisión pequeña y en apariencia insignificante puede llegar a cambiar toda una vida. La mía lo hizo la noche que nos conocimos. Podría haberme quedado en la fiesta a la que fui con mis amigos, pero me marché de allí caminando por las calles de Ámsterdam y empezó a llover tanto que paré delante de lo que parecía ser un típico Bruin Café. Crucé la acera que me separaba de la puerta y me quedé bajo la cornisa del edificio, tiritando de frío. Faltaban solo diez segundos para que te conociese.
Nueve, ocho, siete, seis, cinco…
Oí el chirrido de la puerta al abrirse.
Cuatro, tres, dos, uno…
Y luego tu voz cálida y firme.
—Deberías entrar.
Me giré y nuestras miradas se enredaron. Y sencillamente lo sentí. Algo. No sé el qué. Pero algo. Un cosquilleo. Vértigo. Sobre todo, una sensación familiar, como la que te invade cuando te llevas a la nariz las sábanas recién lavadas.
—No importa, estoy bien —contesté.
—Estás bien congelada, sí. Venga, pasa.
Te seguí como si fuésemos dos imanes.
—Me llamo Tess.
—Yo soy Jenkin.
Tenía la inexplicable sensación de llevar años buscando tus ojos entre un mar de rostros desconocidos y borrosos. Y de repente ahí estaban. Eran del color de la miel y en tu mirada podían leerse historias, libros, vidas enteras. Me contaste que la taberna era tuya, que allí hacías sesiones improvisadas de jazz y que la habías heredado de tu padre. Yo te dije que estaba terminando derecho, pero que en realidad lo odiaba y lo que me gustaba era la fotografía atmosférica. Compartimos una cerveza y no hizo falta nada más.
Supe que serías especial para mí.
Tú también te diste cuenta.
Fue un relámpago.

EL SOL.

Una estrella de tipo-G que se encuentra en el centro del sistema solar y constituye la mayor fuente de radiación electromagnética de este sistema planetario. El sol sustenta a casi todas las formas de vida en la Tierra a través de la fotosíntesis. Siempre que lo miro, recuerdo que nuestra vida es una remota casualidad casi inexplicable. Y cuando pensaba en nosotros, lo hacía a través del color amarillento del sol que impregna los días de verano. Fuimos una explosión de calor en el momento más inesperado. Ese amor intenso que hace dudar a todos los que te rodean. Ese amor intenso que hizo que nosotros no tuviésemos dudas.
Me enamoré de ti al despedirnos de la primavera, cuando me acompañaste a casa después de la tormenta y me besaste en aquel puente. Entonces solo sabía que te mordías el pulgar si estabas nervioso y que eras un amante del jazz. Aún no sospechaba que te encantaba caminar descalzo, que tu color preferido era el negro o que de pequeño soñabas con ser astronauta. Tampoco imaginaba que te gustaba el arte, leer biografías y pasear en silencio. No conocía tu manía de dejarte el tetrabrik de zumo fuera de la nevera ni que eras tan testarudo. Aún no había descubierto que yo sería siempre la de los «por qué» y tú el de los «por qué no». Y cuánto cambia el significado de algo añadiendo tan solo una palabra más.
No sabía nada de eso, pero ya te quería.
Te quería por «lo que podía ser».

COMETAS.

Quizá cometimos una locura cuando nos fuimos a vivir juntos unos meses más tarde, pero nos pudieron las ganas y las circunstancias. Yo decidí dejar atrás unos estudios que no me apasionaban y me apunté a un curso de fotografía atmosférica. Sabíamos que íbamos a ir muy justos de dinero, pero me diste alas y me animaste a hacerlo.
—Me da miedo equivocarme —confesé en susurros.
—¿Nunca te has parado a pensar que cada vez que tomamos un camino dejamos atrás otros muchos? Cada elección tiene sus consecuencias y nada es perfecto, pero vale la pena apostar por lo que quieres. Ahora tienes todas las posibilidades a tu alcance.
Supongo que tenías razón. Siempre la tenías. O eso pensaba por aquel entonces. Recuerdo el primer año que pasamos juntos como si los días fuesen la estela brillante que deja un cometa al atravesar la atmósfera. Tú y yo comiéndonos a besos, conociéndonos y hablando de todo y de nada como si los relojes hubiesen olvidado marcar la hora. Ni siquiera las discusiones eran amargas. Hasta cuando chocábamos me gustabas. Tú ya tenías la costumbre de quedarte callado y contenido cuando a mí me sobraban las palabras, pero por aquel entonces solo era como tener una piedra pequeñita en el zapato. Nunca pensé que algo tan inocente en apariencia pudiese terminar siendo una molestia tan grande, rasgar la piel y crear heridas que luego no sabría cómo coser para cerrarlas.
Entonces todo era luminoso, vibrante e intenso.
La primera noche que despejaste el otro lado del armario para que metiese mi ropa. El día que cocinamos juntos una lasaña que terminó quemada y con nosotros haciendo el amor en el suelo de la cocina. Las lágrimas que me limpiaste con los pulgares cuando discutí con mis padres porque, según ellos, estaba cometiendo una locura. Los largos paseos que dábamos al anochecer atravesando los canales de la ciudad. Lo orgulloso que te mostraste cuando fui a ver la primera jam session y las notas me sacudieron tanto como a ti. La sonrisa de lado cada vez que robaba algo de tu plato, cuando eso aún te hacía gracia en lugar de molestarte. Lo divertido que fue asistir contigo a la boda de mi hermana, a pesar de las caras largas de mis padres; ¿lo recuerdas?, ¿recuerdas lo mágico que fue bailar algo achispados y mirándonos a los ojos sin que nos importase lo que nadie pensase? Yo sí lo hago. Echo la vista atrás y recojo todos esos momentos con cuidado, temiendo dañarlos aún más. Voy a meterlos en el cajón de mi mesilla de noche, Jenkin. No dejaré que se pierdan, aunque ahora solo sean un retazo perdido en la memoria. Un puñado de instantes llenos de polvo.

UN CIELO CON NUBES.

Durante los primeros años no necesitábamos nada para ser felices, nos bastaba con tenernos el uno al otro. Así es como te sientes cuando estás en la cima del amor, con el pecho lleno y la sensación de que nunca ha existido nada más inmenso.
No echaba de menos lo que había dejado atrás, las comodidades y el dinero de mi familia. Y adoraba tu casa, pese a ser pequeña. Me encantaban las ventanas antiguas de madera y ese suelo que crujía cuando te acercabas caminando descalzo hacia mí con una sonrisa dibujada en tu rostro. También los techos altos, aunque en invierno hiciese más frío y en verano más calor. Incluso el encanto de esa cerradura que «tenía truco» y solo se abría si tirabas de la puerta hacia dentro mientras girabas la llave. Y la terraza, que era sin duda mi rincón preferido; el pequeño paraíso en medio de la ciudad, ese espacio que llenamos de almohadones, plantas y guirnaldas de luces que encendíamos las noches de verano que pasamos allí refugiados, hablando de cualquier cosa mientras nos tomábamos una copa y nos conocíamos hasta el tuétano entre susurros. «¿De verdad tienes cosquillas en la rodilla?», «¿cómo es posible que no te gusten los osos panda?», ¿te enamoraste de mí al verme por primera vez bajo la lluvia, antes incluso de que me girase?». Aquel primer año juntos, me encariñé hasta con la cocina del piso, aunque era tan fea que me costaba creer que alguna vez esos armarios y los azulejos marrones hubiesen estado de moda. Teníamos una lavadora que se estropeaba cada dos por tres y la cocina se llenaba de agua, pero no me importaba. Me reí al ver el estropicio las primeras veces, ¿lo recuerdas? Tú también lo hiciste. Terminamos haciendo el tonto y saltando encima como si fuesen charcos y tuviésemos seis años. Luego te ayudé a repararla. Pasamos la tarde en el suelo ya seco de la cocina, tú tumbado y pidiéndome que te fuese pasando el destornillador, una pieza que habíamos limpiado, una goma de recambio… y fue divertido. Antes todo lo era. Incluso cosas así: arreglar la lavadora los dos juntos, mano a mano, sonriendo satisfechos cuando comprobamos horas más tarde que el viejo trasto volvía a funcionar. Y celebrando nuestra hazaña quitándonos la ropa.
Era perfecto. Tú. Yo. Nosotros juntos. La vida.
¿Quién necesita más cuando está enamorado?
Y después nos cobijábamos en nuestro pequeño oasis, aquel rincón salvaje desde el que mirar el cielo perdidos entre tulipanes, enredaderas, violetas y campanillas de invierno
—¿Por qué te gusta tanto el cielo? —me preguntaste.
—Porque es misterioso e infinito. Y cambia cada día y es muy imprevisible, incluso para quienes lo estudian. Ese es su encanto, que ninguna fotografía será igual que la anterior. Y que da igual lo mucho que las predicciones se acerquen, al final la vida hace de las suyas.

NUBES CIRROS

Discutíamos a veces. Teníamos nuestras diferencias. Y había días malos, de esos en los que tú te levantabas de mal humor y yo veía el vaso medio vacío. Pero a mí todavía me latía rápido el corazón cuando me besabas. Éramos nubes altas, pequeños cirros flotando en el aire en filamentos largos, transparentes y sin sombras. En apariencia, esas nubes son inofensivas. Pero ¿sabes qué ocurre cuando el cielo se llena de ellas y parece pintado a brochazos? Unas horas más tarde, desciende la temperatura.

LA LLUVIA.

Estaba tan feliz que me temblaba la mano que sostenías entre las tuyas. Contemplamos esa pantalla en la que solo se veían sombras y manchas negras y grises. La doctora frunció el ceño mientras movía el ecógrafo por mi tripa.
—Lo siento, pero no hay latido.
Pensé que, si alguna vez escuchaba algo así, sería como recibir un golpe seco en el pecho. Pero fue peor. Como lluvia que empezó a caer sobre nosotros y nos empapó hasta los huesos. Nunca cesó. Tuvimos que aprender a vivir bajo una llovizna fina y persistente.

LA LLOVIZNA

—Se ha vuelto a llenar la cocina de agua. Esa dichosa lavadora…
—Intentaré arreglarla mañana por la mañana.
—No creo que sea la solución.
—¿Y qué propones?
—Deberíamos comprar otra.
—No tenemos dinero.
—Podría pedírselo a mis padres.
Tú te giraste con los labios apretados.
—No —dijiste rotundo.
—¿Por qué? A ellos les dará igual.
Hiciste lo que tanto me molestaba: callarte y mostrarte impertérrito sin mirarme. Dejaste la puerta del baño entreabierta y vi cómo te afeitabas sin mucho tiento. Luego me dirigiste una de esas miradas que a veces me hacían sentir como una niña caprichosa y te acercaste. No soportaba tu frialdad cuando a mí me bullía la sangre.
—¿Qué es lo que quieres, Tess?
Parecías cansado. Muy muy cansado.
Se me llenaron los ojos de lágrimas.
—Quiero una lavadora —susurré.
No contestaste. La tensión se asentaba en tus hombros cuando saliste de casa. Apareciste horas más tarde, cuando ya había anochecido. Yo tenía una taza de té caliente en las manos y te miré en silencio mientras te sacabas un papel del bolsillo del pantalón.
—La factura de la lavadora. La traerán mañana. Asegúrate de estar en casa.
Debería haberme hecho feliz ganar esa batalla, pero no fue así. Porque en ese momento, cuando te metiste en la habitación dando un portazo, comprendí que habíamos empezado una guerra bajo la lluvia en la que ninguno de los dos podría vencer.

GRANIZO

¿Recuerdas lo que te conté sobre las nubes cirros? Son bonitas, sin sombras, aparentemente inofensivas, pero cuando aparecen significa que pronto cambiará el tiempo. Supongo que nos pasó algo parecido. Un día éramos felices, al siguiente se nos metió una piedrecita en los zapatos y no mucho después caminar con una herida en el pie se convirtió en una tortura. Y no era solo el hecho de que la rutina les da a todas las relaciones otro color, nuevos matices, sino algo más profundo, más anclado.
Seguíamos conectando cuando tu piel rozaba la mía y nos encontrábamos a medio camino, pero en algún momento empecé a buscarte tan solo a mediados de mes, cuando sabía que tenía más posibilidades de quedarme embarazada. Y tú te diste cuenta. Claro que lo hiciste. Podía verlo en tu mirada, pero era incapaz de pararlo. Los dos queríamos aquello, Jenkin, aunque después llegase una semana oscura cuando quince días más tarde descubría que nuestros intentos seguían siendo inútiles.
De repente a mí no me apetecía ir a buscarte por las noches y prefería quedarme en la comodidad del sofá, metida en mi burbuja. Y casi a la vez, a ti ya no te parecían graciosos mis habituales despistes, como cuando quemé la tostadora o me olvidé de la compra en el supermercado. Esas imperfecciones dejaron de tener encanto y se convirtieron tan solo en errores. Y los contratiempos dejaron de ser divertidos como al principio.
Perdimos algo en el camino. No sé cómo ni cuándo, pero lo hicimos. Yo abandoné a la chica alegre, impulsiva y sonriente. Tú te encerraste en ti mismo. Y de repente, siempre estábamos discutiendo por cualquier cosa: quién había tirado la basura, el poco dinero que teníamos, las facturas, los problemas en la taberna, mi frustración diaria o las diferencias que seguías teniendo con mis padres.
El granizo llegó de pronto y arrasó con todo a su paso. Bolas de hielo que se habían originado en los cumulonimbos y que nos golpeaban con violencia. Retumbaban con tanta fuerza sobre el tejado y contra el cristal de las ventanas, que dejamos de oírnos. Quizá dijiste «Te quiero y vamos a solucionar esto», pero lo único que pude escuchar fue el estallido de las piedras heladas precipitándose sobre nosotros.

EL FRÍO

De repente empecé a preguntarme cómo hubiese sido mi vida si aquella noche de tormenta nuestros caminos no se hubiesen cruzado. ¿Dónde viviría? ¿A quién amaría? ¿Cuáles serían mis preocupaciones? ¿Y mis sueños? ¿Qué cosas serían iguales y cuáles diferentes?
Supongo que dudar es humano. Dudar y preguntarte si elegiste bien, si esa decisión que tomaste era la más acertada, la mejor de todas las posibilidades que tenías por delante. El problema es que es imposible saberlo. Tú me dijiste en una ocasión que cada vez que tomamos una elección estamos al mismo tiempo desechando otras muchas, como si nuestra vida fuese un camino repleto de cientos de senderos que finalmente dejamos atrás y no llegamos a recorrer. Pero ¿y si uno de ellos era la dirección correcta?
Yo pensaba que tú eras la mía, Jenkin. Mi dirección. Mi constante.
Pero de repente llegó el frío. Fue rápido y se nos coló dentro. No me dio tiempo a cerrar las ventanas ni a ponerme a salvo. Estábamos a la intemperie y la nieve se colaba por todas nuestras grietas, esas que se habían ido abriendo de forma silenciosa. Y no habíamos cogido abrigo ni bufandas, ni guantes y pronto empezaría a helar.
Y empecé a sentirme lejos de ti. Muy lejos. No sé por qué.
Quizá porque también me estaba alejando de mí misma.
Tenía la sensación de que hacía meses que no nos acostábamos, aunque en realidad lo habíamos hecho esa misma semana entre controles de la temperatura basal y test de ovulación. Pero era diferente. Frío, mecánico, como una especie de trámite. Y cuando todo terminó y tú te levantaste y te marchaste, solo sentí eso, frío, y me entraron ganas de llorar. Me pregunté por qué no podía ser todo como antes, como hacía años, en aquella época en la que nada me importaba demasiado y soñaba con vivir el presente y hacer locuras.
Cuando tu piel era calor. Cuando tus labios eran el sol.

LA ESCARCHA.

—¿Te das cuenta de que siempre estamos discutiendo por culpa del dinero?
—Como si ese fuese el mayor de nuestros problemas —contestaste enfadado.
—Desde luego que no lo es. Hay otras cosas más preocupantes, como que cada noche vuelvas tan tarde a casa. ¿Te has planteado quedarte a dormir en la taberna para hacerlo ya todo más práctico? Total, apenas notaría la diferencia.
—¿Y cómo vas a notarlo si soy casi invisible para ti? Bueno, al menos hasta el día dieciséis de cada mes. Entonces vuelvo a ser una jodida persona.
Te miré dolida y llena de rabia. Me contuve para no lanzarte la caja de pizza que estaba vacía encima de la mesa de la cocina y terminé estrellándola contra la pared. Estaba histérica, me temblaban las rodillas y el corazón me latía atropellado. Había sido un día terrible después de una comida tensa con mis padres y lo último que me apetecía era discutir. Pero ahí estabas tú, siempre entero e imperturbable. Te odié. De verdad, te odié.
—Lo siento, no quería decir eso —susurraste arrepentido.
Te veía borroso por culpa de las lágrimas que intentaba reprimir. En ese momento la cocina dio vueltas a mi alrededor y el dolor salió de golpe en forma de palabras.
—¿Te has parado a pensar en todo a lo que he renunciado por ti?
Te cambió la expresión. Tu boca se tensó. La escarcha es rápida y silenciosa. Aparece de madrugada, lo cubre todo a su paso y al día siguiente no hay rastro de ella, pero es capaz de arrasar con plantaciones enteras. También con nosotros.
—Lo que quieres decir es, en resumen, que tenías dinero.
Te largaste, como siempre. Te oí volver unas horas más tarde oliendo a alcohol y tropezándote con el paragüero de la entrada. Cuando desperté por la mañana y salí del dormitorio, me quedé mirándote dormir en sofá y, por un momento, me vi delante de un extraño al darme cuenta de que hacía semanas, quizá meses, que no hablábamos. Nada más allá de «falta leche» o «hay que pagar la factura de la luz». Con los pies descalzos sobre el suelo de parqué, miré a mi alrededor y me sentí fuera de lugar en aquel piso antiguo, de techos altos y ventanas de madera. Dudé. Dudé sobre si acercarme al sofá, abrazarte y empezar el día con buen pie, como si no se estuviese desmoronando todo a pedazos y nosotros aún fuésemos esos jóvenes enamorados que se reían cada vez que se les estropeaba la lavadora o que se quedaban hasta las tantas diciéndose tonterías al oído.
Pero no lo hice. Di la vuelta y regresé a la habitación.
Cerré la puerta a mi espalda.

LAS HELADAS.

Y entonces ocurrió. La temperatura descendió hasta marcar un mínimo histórico. Te sentía lejos. Tan lejos que a veces ya no solo no te escuchaba, tampoco lograba verte. No era capaz de pensar en ti, de preocuparme por lo que estarías sintiendo. En esos momentos solo estaba yo. Y mi dolor. Y mi miedo. Y mi enfado. Y mis dudas. Siempre he creído que ese es justo el instante en el que todo se rompe con un crujido seco, cuando deja de importarte si el otro estará sufriendo o si te necesita, cuando ya no eres capaz de ponerte en su piel y el amor queda sepultado bajo el hielo del amanecer. Intacto, aún vivo, pero congelado.
El frío lo cubrió todo, Jenkin. Se coló en nuestras vidas y arrasó con aquello que habíamos construido durante años. No nos pilló abrigados y éramos vulnerables. ¿Sabes cómo son las heladas de radiación? Ocurren en medio de la calma: si no hace viento, en noches largas y cuando el cielo está despejado. Es curioso, ¿no te parece? Quizá podríamos habernos preparado de alguna manera para hacerle frente, pero no lo hicimos. Y llegó acompañado de la escarcha que creció en cada rincón y del hielo que lo cristalizó todo. También a nosotros. Nos helamos. Nos perdimos.

LA NIEVE

Parecía un día más, pero no lo fue. Te dejaste el tetrabrik fuera de la nevera y yo lo cogí cabreada y fui al dormitorio para gritarte que recordases guardarlo la próxima vez. Empezamos a discutir. Pasamos de un tema a otro; del dormitorio a la cocina, de la cocina al salón.
Y, de repente, tú preguntaste:
—¿Qué queda de nosotros?
—Nada, Jenkin. No queda nada.
Te quedaste unos segundos mirándome con tanta tristeza que parecía incontenible, luego diste media vuelta y te marchaste. Sentí que me quedaba sin aire. No podía respirar. Alcé la vista alrededor, recorriendo aquel salón donde habíamos vivido tantas cosas. Las paredes estaban llenas de risas, lágrimas, confidencias, placer, temores, miradas y caricias. Pero habían dejado de ser un refugio. Tuve la sensación de que se me estaban cayendo encima. Me ahogaba. Lo vi claro en ese instante, cuando cada rincón despertó un recuerdo y una sensación de angustia desconocida fue trepando hasta anidar en mi corazón.
Fui a nuestro dormitorio. Allí era peor. Allí la madera del suelo y el papel pintado de las paredes susurraba la intimidad que habíamos compartido al caer la noche, la facilidad con la que antes erizabas mi piel, los besos llenos de promesas, las conversaciones antes de dormirnos abrazados y tus dedos reconociendo todas mis curvas y lunares.
Abrí el armario y saqué una maleta. Veía borroso por culpa de las lágrimas cuando empecé a meter dentro las prendas de ropa que saqué de los cajones. El corazón me latía con fuerza. Ni siquiera sabía qué estaba llevándome y qué no, pero, cuando estuvo llena, la cerré.
Tus ojos se posaron en las maletas que estaban a los pies del salón en cuanto volviste a casa. Vi tantas emociones cruzando tu rostro que no pude adivinar qué estabas sintiendo.
—Necesitamos darnos un tiempo.
—¿Un tiempo? ¿Qué demonios significa eso, Tess? Las cosas no funcionan así. Se supone que estamos juntos en lo bueno y en lo malo. ¿Y sabes qué? Este es uno de los momentos malos. Lo que tenemos que hacer es intentar salir del bache.
—No puedo. Ahora mismo, no.
—¿Por qué? —Parecías desolado.
—Podría darte mil razones. Podría decirte que lo nuestro se ha roto porque siempre estamos discutiendo por el dinero, por mis padres o por cualquier otra tontería. O que hemos dejado de buscarnos como antes y tú prefieres quedarte por las noches un rato más en la taberna bebiendo en lugar de volver conmigo. O que no conseguir ser padres nos está pesando demasiado. O que siento que no he hecho nada importante durante los últimos años y que he tirado por la borda un montón de oportunidades porque, ilusa de mí, pensé que podría dedicarme a hacerle estúpidas fotografías al cielo. —Inspiré profundamente y temblé al encontrarme con tu mirada dolida y brillante—. Pero es más sencillo que todo eso, Jenkin. Mucho más. El problema es que ya no estoy enamorada de ti.
Tú masticaste mis palabras sin apartar la mirada. No te dije que, en realidad, creo que el amor no se va a ninguna parte, quizá incluso ni siquiera disminuya, pero en ocasiones termina sepultado bajo capas de nieve, silencio, rencores y dudas.
—Podrías volver a estarlo. Podríamos. Los dos.
—¿Cómo es posible que nunca te rindas?
—Porque las cosas que valen la pena no siempre son fáciles. A veces la vida nos pone a prueba, Tess. Y puede que no hayamos sabido llevarlo de la mejor manera, pero…
—Jenkin, no puedo seguir así.
—¿Y ya está? ¿Eso es todo después de tantos años?
Nos quedamos mirándonos en silencio. Tenías los ojos vidriosos y el corazón abierto, pero no podía hacer nada por ayudarte cuando ni siquiera era capaz de salvarme a mí. Casi podía ver los copos de nieve cayendo lentamente del techo, balanceándose alrededor.
—Tengo que irme ya. He llamado a un taxi.
Pasé por tu lado con las mejillas llenas de lágrimas y cogí el asa de la maleta más grande. Cuando abrí la puerta, me abrazaste por la espalda. Tus manos rodearon mi cintura, sentí tu pecho pegado a mí y tu aliento cálido en la nuca.
—Escúchame, no voy a suplicarte. No lo haré. Pero necesito que sepas que te quiero más que a nada en este mundo. Y sé que no estamos pasando por un buen momento y que no puedo darte todo lo que crees que buscas para ser feliz. Pero si sales por esa puerta, si te marchas… todo habrá terminado.
Vacilé un instante. Y me di cuenta de que mi amor por ti seguía vivo, pero estaba tan enterrado bajo la nieve que no iba a poder rescatarlo. Así que lo dejé morir. Me rendí.
—Lo siento —dije dando un paso adelante.
Me giré por última vez. Nos miramos fijamente.
Hay palabras vacías. Y hay silencios llenos de palabras.
Aquel fue nuestro último invierno antes del adiós.
¿Quién sabe si algún día nos sorprenderá la primavera?
FIN

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