Cruce de caminos



Samuel acababa de cumplir veinte años cuando empezó a trabajar como camarero en un bar del centro de Valencia, en la calle Cerrajeros. Pronto conquistó a los clientes habituales con su sonrisa contagiosa. Vestía de forma impoluta, a pesar de que en su casa no sobraba ni una peseta, hablaba por los codos y soñaba con tener su propio negocio.

Lucía no existía ni siquiera en el pensamiento.

Samuel conoció a su mujer a finales de noviembre. Se quedó prendado en cuanto la vio entrar por la puerta del bar. Era menuda, rubia y llevaba un abrigo de color verde botella. Se quitó la bufanda mientras se acercaba hasta la barra donde él secaba unos vasos, lo miró y pidió un café solo, sin azúcar. Curiosamente, a él le transmitió dulzura. En la radio solo se hablaba de la muerte de Franco y ella escuchaba con atención lo que decían. Cuando Samuel le sirvió el café, comentó: «Parece que pronto saldrá el sol». Ella entendió que no hablaba del tiempo atmosférico y le regaló una sonrisa.
Se llamaba Amelia y al día siguiente regresó buscándolo con la mirada. Siempre pedía lo mismo y se lo tomaba rápido antes de marcharse. Una semana después, él le pidió salir. Fueron al cine y luego la acompañó a su casa dando un paseo. Se cogieron de la mano y, cuando Samuel rozó su piel suave, supo que quería seguir caminando a su lado.
Se prometieron unos meses más tarde.

Lucía tan solo era una ilusión que no llegaba.

Amelia y Samuel tuvieron dos hijos gemelos que llenaron sus vidas de ruido, risas y travesuras. Tres años más tarde, llegó su hija. Fue entonces cuando Samuel comprendió que el amor que uno puede sentir es infinito. Tenían sus problemas, como todo el mundo, pero eran una familia unida. En verano iban a la playa y en otoño jugaban a pisar los charcos que la lluvia dejaba a su paso. En más de una ocasión, él deseó que el reloj se detuviese y le diese una tregua, pero no ocurrió. El tiempo avanzó veloz y pronto las cajas que guardaban en el altillo del armario se llenaron de ropa infantil y juguetes usados.

Una tarde de primavera de 1993 nació Lucía.

No era el mejor momento, pero Samuel decidió pedir un préstamo cuando su jefe se jubiló y quiso vender el bar. Siguiendo los consejos de su esposa, que rara que vez se equivocaba, cambió el letrero, compró mesas nuevas, colocó jarrones con flores en cada una de ellas e ideó un menú sencillo pero sabroso. Las paredes no podían contener tanta ilusión.

Lucía se disfrazó de guerrera en los carnavales de su colegio cuando tenía siete años. Ese día era viernes y sus padres la llevaron a merendar chocolate a un bar que estaba a dos calles de su casa. El dueño tenía el pelo salpicado de canas y algunas entradas, pero apenas te fijabas en eso cuando mostraba su sonrisa contagiosa. Se echó a reír cuando Lucía le aseguró que le había crecido un bigote de chocolate y le regaló otra ración de churros.

Y un día, de pronto, la casa se quedó vacía. Sus hijos habían dejado el nido para volar por su cuenta. Esa primera noche a solas, Samuel y Amelia se sentaron en el sofá del salón y contemplaron juntos las fotografías que fueron llenando los muebles con el paso del tiempo. «¿Qué vamos a hacer ahora?», le preguntó ella. Él le dio un beso antes de contestar: «Nos vamos a Roma». Fue un impulso, pero pensó que se lo merecían. Su mujer siempre había soñado con visitar Italia y llevaban años posponiéndolo por si los niños, que ya no lo eran tanto, necesitaban disponer de los ahorros. Ya era hora de que se diesen algún capricho.
Al día siguiente, Amelia apareció en casa con una guía de Roma. Y cuando el sol se desplomó al caer la tarde, Samuel se quedó mirándola recostado en su vieja butaca. Pensó que parecía una niña, tan ilusionada e inclinada sobre aquel librito con una sonrisa.

Su primer beso llegó una tarde de junio, en el campamento de verano. Lucía tenía trece años y se sintió desencantada. ¿Tanto ruido por algo tan vacío? En las películas parecía mucho más estimulante. No imaginaba que, unos años más tarde, perdería completamente la cabeza por un joven llamado Marc, y que cada uno de sus besos sería como descorchar una botella burbujeante de champán.

Samuel decidió jubilarse cuando cumplió los sesenta y cinco años y le diagnosticaron un cáncer. El día que colgó en la puerta el letrero para traspasar el bar, sintió que su alma se arrugaba. En aquel pequeño rincón había invertido tiempo, esfuerzo e ilusión. Y por esa puerta había visto entrar a Amelia con un abrigo verde cuando todavía no sabía que se convertiría en su compañera de vida y le robaría el corazón.
Quizá ese día estaba más sensible de lo habitual o quizá era cosa de la nostalgia y de la enfermedad que lo acechaba, pero, mientras limpiaba la barra y sonaba una vieja canción por la radio, sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas y tuvo que tomar aire.
«¿Se encuentra bien?», le preguntó una joven de cabello oscuro que se había acercado a pagar y que siempre se sentaba en una de las mesas del fondo. No sabía su nombre, pero la conocía porque cuando era una niña iba con sus padres a menudo a comer chocolate con churros. Ahora, en cambio, solía acudir sola y pedía café con leche con dos de azúcar.
«Sí, gracias», le contestó tras coger las monedas.
Ella le sonrió y dijo: «Quédese el cambio».

Lucía decidió estudiar Periodismo y, cuando acabó, se tomó un año sabático para viajar y aprender idiomas. Sus padres se habían separado unos años atrás y ella no sentía que ninguna casa fuese ya su hogar, aunque por costumbre solía quedarse en la de su madre cuando regresaba. Una de esas veces, decidió acudir a una exposición que se celebraba en la ciudad. Los dos contemplaban la misma lámina. Era una fotografía bellísima de una chica desnuda en blanco y negro, con la luz del sol jugando sobre la piel de su cintura.
Ella dijo que era fascinante.
Él la miró de reojo y sonrió.
Terminaron viendo juntos el resto de la colección y después, ya en la calle y estando algo nervioso, él le preguntó si le apetecería tomar un café. Lucía le dijo que conocía un sitio que estaba cerca y terminaron sentándose en la mesa del fondo que siempre solía ocupar. Había un cartel en la puerta con un letrero donde se leía que el bar se traspasaba y el dueño del lugar, que parecía cansado y un poco triste, pareció alegrarse cuando la vio aparecer.
Marc y ella se quedaron hablando hasta que llegó la hora de cerrar.

Amelia no se separó de él durante toda la quimioterapia.

El día que Lucía vio las dos líneas rosas en la prueba de embarazo estaba tan asustada que la alegría tardó un poco más en llegar, y lo hizo de la mano de Marc. Él vació la habitación de los trastos del pequeño piso que habían alquilado meses atrás, fue a comprar una cuna y la montó esa misma tarde mientras Lucía sonreía a su alrededor. Esa noche, ella buscó sus labios una y otra vez, incapaz de recordar que años atrás no le veía la gracia a eso de besarse.

Samuel supo que la mirada del médico escondía malas noticias. Amelia lloró hasta bien entrada la madrugada y él intentó consolarla inútilmente. Se abrazaron en la oscuridad del dormitorio y Samuel le dio las gracias por aparecer en su vida y llenarla de amor.

Lucía empezó a tener contracciones a las ocho y media.

Samuel empezó a despedirse del mundo a las nueve.

El traqueteo de la camilla por el pasillo del hospital se intensificó cuando el celador aceleró el paso al ver los gestos de dolor de la mujer que transportaba encima. Esperaron delante de un ascensor. Al abrirse las puertas, tuvieron que apartarse para dejar salir otra camilla con un paciente. Después se dirigieron hacia la planta del paritorio.

Samuel veía borrosas las luces del techo mientras lo trasladaban desde urgencias. Al salir del ascensor, escuchó el leve gemido de dolor de una joven, pero pronto quedó atrás, junto a todo lo demás. Sentía manos desconocidas a su alrededor cuando la única que quería tener cerca era la de su esposa. Sabía que le quedaba poco tiempo. El final estaba cerca.

Marc le prometió que todo saldría bien.

«Estoy aquí», le susurró Amelia al oído. Samuel ya no podía verla. Le pesaban los párpados y no conseguía abrir los ojos, pero percibía el aroma del perfume que había usado toda la vida, su mano sobre la suya y el calor de aquel cuerpo que tantas veces había adorado. Se sintió afortunado. Muy afortunado. Y pensó que, pese a la tristeza, la muerte también era parte del equilibrio y tenía un regusto pacífico al que quiso aferrarse.

La niña pesó tres kilos y cuatrocientos gramos. Cuando se la pusieron sobre el pecho, Lucía sintió la emoción más inmensa, pura y visceral que jamás hubiera podido imaginar. Era perfecta. Tenía unos dedos diminutos, una boca rosada y el pelo oscuro de su padre.
Fue la primera vez que lloró de felicidad.

Samuel exhaló su último suspiro.

Y la pequeña abrió los ojos.

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