Alice Kellen
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Comprar el mar. Un trozo. Solo un trocito. Mirar allá abajo, hacia las rocas donde rompen las olas, y decir: «Ese mar es mío, ¿qué te parece?». Con peces entrando y saliendo, cangrejos que escarban en la arena, algas empeñadas en ensuciar las propiedades ajenas. Tras un rato sentados sin dejar de admirar el movimiento del agua, fue mi hijo el que me preguntó de quién era todo aquello y despertó esa idea de posesión. Lo busqué después: gran parte de los océanos son considerados un bien común de la humanidad. Una contradictoria conclusión: pertenece a todos y a nadie. La alta mar constituye el 43% del territorio y se mantiene ajena a jurisdicciones y al valor medio del metro cuadrado. ¿Quién querría un bolso, un collar o un coche pudiendo tener el mar? El anhelo brota de lo inalcanzable y de una perfección que está por encima de las modas, el arte o la literatura. El mar posee una belleza primitiva. Una belleza sin fisuras. Una belleza que es y es, siempre eterna. El mar estaba ahí antes de que llegásemos los humanos y probablemente seguirá ahí cuando nos hayamos ido. 

***

En septiembre nos replegamos en las ciudades como si el cuerpo ya hubiese tenido suficiente verde y suficiente mar y suficiente aire. El día caía sobre Madrid y fui al cine a ver «Volveréis». De la película me gustó todo: el ritmo, los actores, el humor sin forzar, la idea. Días después, mientras montaba muebles en casa, escuché una entrevista de Jonás Trueba. Al preguntarle sobre el rasgo que más le molesta de los demás, dijo: «La doble moral. Está por todas partes (…) Valoro mucho haber tenido la suerte de conocer a personas en las que ves una enorme coherencia en cómo son ellas y en lo que hacen como creadores. Y, a veces, al detectar esa doble moral, dices: ah, qué tramposo, hace este tipo de películas y este tipo de libros, pero luego lo conoces y te das cuenta de que es un poco una filfa todo, que es casi al revés. Y cuando encuentras a alguien que se parece a sus obras… eso me encanta». Con el destornillador en la mano, lo paré y volví atrás varias veces. Será efecto del desengaño, pero llevo todo el verano pensando en lo perturbador que resulta un desajuste tan íntimo, capaz de conducir sin retorno al abismo: ya no saber qué partes de ti son verdad o mentira. Es fascinante que la gente logre cada mañana mojar las magdalenas en la leche llevando un disfraz, quedar con amigos llevando un disfraz, hacer deporte llevando un disfraz, escribir o pintar llevando un disfraz, meterse en la cama y dormir llevando un disfraz. No hablo de ponerse un abrigo, no va de mostrar más o menos según los botones que te abroches, sino de bailar a diario en un carnaval. La autenticidad está en peligro de extinción y vive a las puertas del tanatorio. 

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La playa es para los niños. Nadie la disfruta como ellos, que no se cansan de saltar olas, que son inmunes a las aglomeraciones, y al calor, y a los platos combinados. Les basta con jugar y jugar, ese verbo condenado al olvido. La infancia acaba con la última concha que usas como ventana en un castillo de arena. Luego vuelves solo de visita y los anfitriones son ellos, que te invitan a crear una muralla y a buscar vidrios de mar. Todo son risas saladas, la mente está vacía, los relojes se paran. Al amanecer no queda ni rastro del instante perfecto, el mar desdibuja a su paso y la orilla vuelve a ser un tablero de juego. 

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Septiembre carga sobre sus hombros la tristeza de los finales y las expectativas de los comienzos. Si fuese una persona, lo imagino con pantalones de un color inclasificable, a medio camino entre el caqui y el marrón, camisa, una chaqueta vintage, zapatos con cordones rojos y unos ojos pequeños que necesitan lentillas por culpa de la miopía. Septiembre tiene muchos conocidos, pero poquísimos amigos. Huele a lápices, a pegamento en barra, a chicle de hierba buena y a la ciudad en hora punta, cuando abren los colegios y las oficinas. Septiembre es el típico hombre con el que te ilusionas los primeros días, hasta que te das cuenta de que no tiene sentido del humor y te marchas en busca de Octubre, que promete ser más gamberro con sus misteriosos suelos de hojarasca y sus noches de brujas. A Septiembre le gustan los perros, la música clásica, las agendas y Faulkner, pero no soporta a James Joyce. Al caer la tarde, atraviesa parques y se sienta en los bancos vacíos que va encontrando. Le crujen los huesos de las rodillas. Con cierto alivio, piensa: «Ahí va un día menos».

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Regresar a un lugar donde fuiste feliz, buscar la roca que hiciste tuya y sentarte a ver ese cuadro perfecto que es el sol dorando el mar. Los sonidos son familiares, igual que los pinos que se inclinan como si los hubiesen cepillado. Una pausa, un silencio, un vacío. Y entiendes que todo sigue igual, pero nada es igual. «El amor es movimiento», de James Salter en la novela «Años luz». El mar es un antónimo de la quietud. Todo cambia siempre. Todo. En un segundo ya es otra brisa, otras olas, otro vuelo de gaviotas, otros peces, otras corrientes, otra melodía de las cigarras. En el corazón y en la naturaleza, lo que permanece estático está destinado a ser un cadáver. Y continúa: «La habitación tenía la desnudez de las mesas en restaurantes cerrados. Era una habitación inválida, fría, con las alfombras raídas. Era un cuarto donde los objetos, aislados, irradiaban absurdidad. Un libro, una cuchara, un cepillo de dientes, parecían tan extraños como un sofá en la nieve».

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Esta frase de Karen Blixen: «La cura para todo es siempre agua salada: el sudor, las lágrimas o el mar».

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Si se logra atravesar septiembre con relativa dignidad, los siguientes meses van rodados hasta la llegada de enero, y así en bucle. En una cena con unos amigos estuvimos debatiendo sobre cuál era el mejor mes del año para cada uno de nosotros (en base a personalidad, situaciones, entorno). Pese a lo tentador que resultaba mayo, se llegó a la conclusión de que mi mes era octubre. Son treinta y un días fantásticos; ocres, naranjas, amarillos, rojos. Con su ropa de entretiempo, botas y esos tonos marrones que favorecen a cualquiera, sin excepción. Hay días de sol y hay días de lluvia, queda espacio para todo. Apetece leer, encender velas, salir a caminar, ponerse prendas de pana y escuchar The Killers o The Cure. Ya has entrado en dinámica y solo queda fluir.

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Frente a las ciudades, donde todo es gris y vertical, del mar siempre me ha seducido su intimidante horizontalidad. De niña, recuerdo admirar en silencio la línea divisoria, azul sobre azul, agua y cielo, esa rectitud que, bajo la luz líquida, podías trazar con el dedo. Era un escenario partido por la mitad con un bisturí: limpio, sencillo, perfecto. Guardo un dibujo horrible de acuarela, turquesa y cerúleo, y detrás puede leerse: el fin del mundo. 

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Cuando era pequeña leía sin cesar un cuento que ahora mis hijos también disfrutan. Era otoñal e iba sobre unos erizos un poco vagos que nunca limpiaban las hojas acumuladas hasta que, finalmente, la suciedad les impedía vivir con dignidad. Los erizos me parecen adorables. Como es imposible conseguir esa primera edición, guardo impreso el famoso párrafo de «Donde habite el olvido» (tomado de un verso de Bécquer), de Luis Cernuda: «Como los erizos, ya sabéis, los hombres un día sintieron su frío. Y quisieron compartirlo. Entonces inventaron el amor. El resultado fue, ya sabéis, como en los erizos. ¿Qué queda de las alegrías y penas del amor cuando este desaparece? Nada, o peor que nada; queda el recuerdo de un olvido. Y menos mal cuando no lo punza la sombra de aquellas espinas; de aquellas espinas, ya sabéis. Las siguientes páginas son el recuerdo de un olvido». 

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Detesto el agua turbia. Detesto las cabezas turbias. Los dos escenarios, más allá de que sea agosto o septiembre, me llevan a un mismo consejo: no saltes si no ves el fondo, porque conviene comprobar antes la profundidad. En el imaginario siempre está todo iluminado por una luz suave, pero en la vida real te vas dando golpes en busca de un interruptor. El mar es como las personas: un abismo insondable y misterioso. Una de las muchas frases que subrayé de «En las profundidades», de James Nestor: «Si comparamos los océanos con el cuerpo  humano, la exploración actual del océano es el equivalente de sacar una foto de un dedo para intentar entender cómo funciona el cuerpo. El hígado, el estómago, la sangre, los huesos, el cerebro, el corazón de los océanos (lo que hay dentro, cómo funciona y cómo funcionamos nosotros en su interior) siguen siendo un secreto, buena parte del cual permanece escondido en unos territorios oscuros y sin luz».

También de ese libro: «Nacemos del océano. Todos los seres humanos empezamos a vivir flotando en el líquido amniótico, que tiene casi la misma composición que el agua del mar. Nuestras primeras características se parecen a las de un pez. Al embrión de un mes, primero le salen aletas, no pies; está a un fallo genético de que le salgan aletas en lugar de manos. En la quinta semana del desarrollo de un feto, su corazón tiene dos cavidades, un rasgo de los peces (…) La sangre humana tiene una composición química asombrosamente similar a la del agua marina.

Es una semilla de amapola, una pelota de golf, un melón, un bebé. Los hijos llegan y el foco que antes bailaba se centra en ellos sobre el escenario. Los amamantas, les cortas las uñas, los despiojas cuando lo marca la circular del colegio, les pones crema solar como si no hubiese mañana, los mides, los vacunas, vigilas constelaciones de lunares y petequias, los hidratas, les rascas la espalda, les curas las heridas y te indignas cada vez que un mosquito deja huella en sus brazos.

Al principio, sus cuerpos y el tuyo son casi uno, todo piel y leche y sudor. No hay espacio para la grieta. Pero, poco después, gatean, caminan, juegan entre las olas, escalan árboles, ruedan por el suelo, matan hormigas con los dedos, y esos pies que cambian de talla en un pestañeo se van tropezando por el pasillo con la obsesión del momento: coches, planetas, dinosaurios, magnéticos, un balón de fútbol.

Sus cuerpos dejan de pertenecerte, quién sabe si es algo que empieza a ocurrir desde que son esa semilla de amapola, cuando corren más rápido que tú o en el instante en el que otras manos los descubren. Se vuelven sólidos y ágiles; y las cicatrices de sus rodillas se convierten en rutas desconocidas de un mapa que te va costando leer, porque ya no eres la cartógrafa principal y trazan vías imprevistas.

Domingo. Entre arena y mar, se le enreda un alga en el tobillo. El irrelevante detalle te desconcierta. Recuerdas que esas piernas encajaban alrededor de tus caderas sin esfuerzo y que el otro día, cuando el mayor se durmió en el coche, cogerlo en brazos y llevarlo a la cama se convirtió en una tarea titánica al borde del fracaso.

Y así, kilo a kilo, centímetro a centímetro, cada día son menos tuyos y más de la vida.

Al cerrar puertas, el duelo no tiene que ver con perder a una persona, sino a la idea que teníamos de ella. Se recomienda masticar bien y tragar despacio, aunque el sabor sea amargo como un pomelo sin madurar, así se digiere mejor que alguien nunca existió. Son «gente efervescente» porque recuerdan a esas pastillas aparentemente sólidas hasta que las metes en un vaso de agua y empiezan a disolverse en un baile de burbujas. Y tú ahí, asistiendo al espectáculo desde el palco y aplaudiendo los giros de guion entre manidos diálogos. Al final, cuando se cierra el telón, solo queda el agua turbia que contemplas con decepción. Pero entonces ocurre una cosa curiosa: aparece la compasión. Es una compasión dulce. Qué culpa tendrá uno de ser como es o de vivir la vida que vive. No perdamos nunca la empatía. Ponernos en la piel del otro nos ayuda a entender y a ser mejores personas, lo segundo se nutre de lo primero.

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Esta frase de Six Feet Under que apunté hace meses mientras veíamos un capítulo de la primera temporada y que recuerdo cada dos por tres con un estremecimiento: «Estoy tan perdido dentro de mí. Ojalá pudiese salir. Pero no podré salir nunca».

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Olvídate de una pared blanca, un puñado de nubes algodonosas o las copas de los árboles: mirar el mar es lo más parecido que existe a contemplar la nada. Da la impresión de que las olas tumban los pensamientos, te limpian la cabeza como si alguien te frotase el cerebro con una esponja y jabón. Al verano hay que entrar sin lastre, esto es irrenunciable, porque entonces el agua es más azul y no te importa que la brisa te enrede el pelo, tampoco llenarte de arena hasta lugares insospechados o que se arruguen las páginas del libro que sostienes. El calor adormece, todo se torna ligero, vuelven los helados, ese primer trago de cerveza fría y las noches compartidas en el jardín mirando las estrellas. Pedirle más a la vida podría resultar ofensivo.

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«Estar» junto a otras personas es fácil. Casi como depositarte en un bote de la despensa, entre los macarrones y los fideos. Pero «ser» es mucho más complicado y está ligado a la esencia. Se parece más a elevarse despacio y permanecer flotando, como si se le declarase la guerra a la gravedad. Tiene que ver con asimilar los vacíos y los silencios, esos tan llenos que se desbordan en cascadas mudas. La mala noticia: para llegar ahí no existen desvíos, hay que mirarse al espejo desde todos los ángulos. ¿Y cómo hacerlo? ¿Cómo enfrentarse a tantas cicatrices, tanta fragilidad, tanta culpa, tantos enredos, tanto ego, tanto miedo? Detestamos de los demás lo que tememos llevar dentro. El reflejo en los ojos del otro es molesto como un sarpullido; estar cerca de lo que criticamos y lejos de lo que alabamos. Necesitaríamos varios océanos para cubrir el abismo que existe entre la imagen que albergamos de nosotros mismos, aquello que decimos ser, y la dolorosa realidad, aquello que somos.

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Lo que no: ponerle aroma de trufa a cualquier cosa, dejar la caja en la despensa tras comerte la última galleta, la gente poco auténtica, las zapatillas estrechas, los pelos en la almohada, las sinopsis largas, la falsa modestia, que te llamen «cariño» o «guapa» o «cielo», la vacuidad, los cuentos infantiles con finales abruptos, las tartas de cumpleaños sin azúcar, la abundancia injustificada, los geranios, que todo esté destinado a crecer y crecer, la frivolidad del éxito social, las moscas y los mosquitos, las olivas sin hueso, salir con paraguas y que no llueva, los perfumes que ahogan, el mediodía, hablarles a los niños como si fuesen tontos, las personas que no saben estar en silencio, los libros que van de más a menos, la espuma en el café, el tictac.

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Hay novelas buenas, novelas buenísimas y novelas como Lo demás es aire, de Juan Gómez Bárcena. No me atrevería a recomendarla a la ligera porque no creo que sea para todo el mundo, pero si logras meterte entre sus páginas es un regalo digno de la mejor mañana de Navidad. «Qué locura», son las dos palabras que me repetía conforme leía y leía. La mayoría de los autores no podrían escribir un libro así ni en diez vidas. Es un trabajo de ingeniería que gira en torno a Toñanes, una aldea de Cantabria; viajamos hacia atrás y hacia delante, seguimos los pasos de las almas que duermen entre sus calles incluso antes de que fuesen calles, es invierno y es verano, es de día y es de noche, todo encaja a la perfección como si fuese el mecanismo de un reloj. Cuesta entrar y, luego, cuesta salir. Conforme se acerca el final te da igual lo que te esté contando, ya te has vuelto adicta al cómo y quieres más, así que intentas en vano dosificarlo hasta llegar a la última página. Después, el vacío. Solo te queda recomendarlo y recomendarlo.

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Una triste certeza: la ficción siempre es mejor que la realidad.

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Las redes sociales alimentan una agitación que se confunde con la impresión de estar cambiando las cosas. Pero el poder continúa quedando lejos. No está a un lado ni a otro, sino arriba o abajo. La llave para acceder a esos niveles sigue siendo la calle y no las pantallas. Tiene que ver con lo humano, con lo tangible, con el contacto. Pero ¿quién va a salir cuando nos hacen creer que basta expresar el malestar social a base de clics que caen en el olvido segundos después? Millones de tuits. La vía pública vacía.

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La memoria infinita es una maravillosa película documental que narra las vidas del periodista Augusto Góngora y de su mujer, Paulina Urrutia, actriz y política. El Alzheimer es el tercer protagonista que se cuela en el matrimonio. La cinta posee una sencillez que te atraviesa el alma y te impulsa a replantearte tu vida, que al final será memoria. Recordar es reescribir. Pero ¿qué ocurre cuando no tenemos acceso a la versión anterior de la versión de la versión? Sobrecoge ver a Augusto abrazado a sus libros mientras gimotea: «Mis libros eran tanto para mí. Mis libros son todo lo que yo tengo» Y ella responde: «Tú estás ahí, en cada uno de los libros». A lo que él contesta: «¿Y si alguien me saca del libro? Trabajé tanto para hacer estos libros…»

O este diálogo demoledor:
«Ya no soy…»
«Yo creo que sí que eres».

***

En Madrid, en el Museo Sorolla, hay un banquito maravilloso que está cerca de la puerta donde se compran las entradas. Sentarse allí al acabar la visita es el punto final perfecto. Queda un poco escondido, y enfrente se abre un arco que enmarca la fuente y las flores entre pinceladas verdes por todas partes. Es un lugar fantástico para leer, observar y pensar. Conviene ir sola a estos sitios por una cuestión de ritmo (hay obras que son un vistazo rápido y otras que te retienen contra tu voluntad), y porque no hay quejas si vuelves atrás o te quedas embobada mirando los tarros de farmacia que el artista usaba para guardar sus pinceles. La ciudad, tan ruidosa y caótica y llena, murió durante aquellas horas entre cuadros y la conquista del banquito.

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A veces me da por escribir y dibujar constelaciones, colgarme de la luna, tener alas, buscar el brillo de las cosas intangibles...

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