Sobre el aburrimiento, la velocidad y los patos

Ahí va una tanda de pensamientos desordenados entre las notas del móvil. Me vais a perdonar que no tenga mucho sentido. Quería esperar hasta encontrar la entrada perfecta para retomar el blog pero, a riesgo de no cumplir con el propósito otro año, me he lanzado sin más porque, en fin, a veces todo es cuestión de hacerlo, empezar, y ya está.

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Cuando pienso en qué es lo que más echo de menos de mi vida antes de ser madre, siempre respondo lo mismo: poder ponerme enferma y el aburrimiento. Supongo que si me parase a meditarlo de una manera analítica se me ocurriría algo más profundo, pero, por impulso, me quedo con el placer de caer enferma, hacerse una bolita durante una tarde entera en el sofá, encender la televisión y no oír nada a tu alrededor, ni tener que alimentar a otros o soportar que la cabeza te dé tumbos mientras los niños saltan en el otro extremo del sofá. Y luego está lo de aburrirse.

Aburrirse es un privilegio.

Me ha costado la friolera de media vida llegar a esta conclusión y de ahí ya no me saca nadie. Recuerdo horas tirada en el sofá de casa bocabajo, de pequeña, haciendo nada y pensando en nada. Era maravilloso. Mi madre pasaba por allí y me decía aquello de «se te bajará la sangre a la cabeza» y yo fingía no oírla. Y también durante los viajes en coche: el mítico «me aburro, ¿cuándo llegamos?» al que se unía mi hermano a coro. Menudo placer.

Pero resulta que el aburrimiento es una de esas cosas que rara vez aparece cuando eres adulta. Una deja de saber aburrirse. ¿Cómo se hacía? ¿Cómo era eso de mirar una pared o tumbarse sobre la hierba sin ningún estímulo cerca? Antes, era habitual esperar la llegada del autobús contemplando la calle, el tráfico, los andares de la gente, ese grafiti que alguien hizo en la pared. Ahora recurro al móvil en los tiempos de espera, siempre hay algún mensaje pendiente, o escucho música, o saco el libro que llevo en el bolso. En ocasiones, cae un podcast. La cuestión es realizar una actividad durante esos veinte minutos. Algo útil, a ser posible. Algo de provecho. Porque en eso consiste la vida cuando dejas atrás la infancia: convertirte en un ser humano productivo.

Es muy difícil escapar de ese mensaje. Yo no lo he logrado. Ya no tengo tiempo para aburrirme y, cuando lo he intentado, no he sabido cómo hacerlo porque aparece algún pensamiento, una idea, salta esta o esa otra cosa que tengo pendiente. Citas con médicos, correos, recados, papeleos, trabajo a medias, asuntos familiares. Lo que sea. Siempre hay algo. Y, en todo caso, para que no sea así tengo que planificarlo: «voy a meditar de cinco a cinco y cuarto».

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Conciliar la vida familiar con la laboral ya es un milagro. Sumarle a eso tiempo para una misma roza la ciencia ficción. Tengo la suerte de que mi trabajo es una de mis pasiones, así que en ocasiones me apetece sentarme delante del ordenador incluso cuando no tengo que hacerlo. Pero al salir de ahí, cuando busco algo más, me aturullo. Hay mucho de todo alrededor. Muchas películas y series que quiero ver, muchos libros que me encantaría leer, muchos lugares a los que viajar, muchas actividades que hacer (tengo a estrenar: un kit para hacer jabones artesanales, una cajita de flores prensadas, rotuladores para pintar piedras, lienzos en blanco y acrílicos, collages a medias y un eterno etcétera). Al llegar la noche y el silencio, me veo programándome el tiempo libre: «media hora de tele, una hora de lectura, veinte minutos para escribir el diario, un rato en pareja».

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Ojalá poder comprar tiempo. Tiempo y salud. Solo eso.

«Tres tomates, un bote de champú, un día libre y un poco de alivio en las rodillas. Gracias. Quédate con el cambio».

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La otra noche, en nuestra rutina programada como adultos responsables que somos, empezamos a ver la película de Elvis. A los quince minutos tuvimos que pararla a riesgo que sufrir un ataque. Habían ocurrido tantas cosas, todas contadas mediante escenas cortísimas que me recordaban a TikTok, que me sentía desubicada. Lo mismo me pasó con el primer capítulo de Miércoles. Y también con la última saga de libros que he leído. Todo es rápido. Muy rápido. Resulta abrumador. No podemos detenernos. Lograr captar la atención del espectador o del lector se convierte en un reto. No hay tiempo para planos poco relevantes ni escenas o diálogos largos. Hay que ir al grano. Mejor no detenerse en sutilidades y masticar la comida antes de servirla. Qué lástima.

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¿También tenéis a veces la incómoda sensación de que somos trenes de alta velocidad que vamos corriendo a todas partes con el propósito de parar en esa estación perfecta que nunca aparece? Es difícil ver el paisaje y todo está lleno de ruido. ¿Quién recuerda cómo frenar? Sigamos.

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«Cuando había que formular un deseo porque era la primera vez -primeras fresas, primeras nieves, primeras mariposas-. Lucile deseaba siempre lo mismo. Soñaba que se hacía invisible: verlo todo, escucharlo todo, aprenderlo todo, sin que nada palpable señalara su existencia». Me obsesiona esta frase de Nada se opone a la noche. Es uno de esos deseos profundos que te atraviesan desde la niñez y se quedan enquistados.

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Últimamente pienso mucho en las cosas que quedan atrás cuando abandonamos la infancia. ¿En qué momento se vuelve incorrecto, casi ridículo, lo que fue un placer? Caminar descalza, saltar en la cama, meter los pies en un charco, lamer un polo de hielo, hacer volteretas, subirse a un árbol, buscar formas en las nubes, imaginar que las motas de polvo que flotan tras la ventana son el rastro que dejan las hadas... ¿Se deja de disfrutar? Pocas frases odiaba más cuando era niña que el clásico «ya eres demasiado mayor para esas cosas». La seriedad está sobrevalorada.

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El otro día, una anciana estaba sentada en un banco dándole de comer a los patos de un parque que tenemos cerca de casa y mis hijos no tardaron en unirse al plan. Mirándolos pensé: «No son tan diferentes, solo al comienzo y al final de la vida se tiene la mente ligera y se disfruta de lo sencillo».

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