Hace un par de semanas, hablando con un amigo sobre esto de escribir, terminó saliendo a la luz que, básicamente, él pensaba que era el mejor trabajo del mundo porque imaginaba que me pasaría el día haciendo vida contemplativa, visitando cafeterías (lástima que dejase de fumar, porque eso añadiría un toque bohemio a la estampa) y observando el danzar de las nubes por el cielo o tareas del estilo. No discutiré lo de que es «el mejor trabajo del mundo», pero sí esa imagen nada real que mucha gente tiene de lo que hoy en día supone dedicarte a escribir.
Yo creo que esto pasa con todos los empleos, que desde fuera se ven con un prisma distinto; en este caso, a no ser que te llames Carlos Ruiz Zafón o hayas heredado recientemente algún palacio, lo habitual es que tengas que trabajar mucho y muy duro para poder mantenerte como autónomo en esto de escribir. Y no ya solo como autónomo (entendedme, este mes me he unido a la lista y estoy temblando), sino a la hora de justificar las horas que pases frente al teclado. Hoy en día se vende poco y cada mes salen al mercado cientos de libros (hablando del tema, os remito a esta interesante entrada de Abril Camino); es muy difícil hacerse un hueco y debes ser bastante productivo, porque la vida de las novelas es muy corta y en breve deja de ser novedad. Y en eso pensaba esta mañana, mientras miraba mi wunderlist (que, por si no lo sabéis, es un programa genial que sirve para apuntar todas las tareas pendientes e ir tachándolas conforme las realizas). Pues bien, dejando a un lado que muchos de nosotros tenemos otro trabajo que nos ocupa buena parte del día, mi wunderlist suele estar muy lleno. Escribir una novela no es solo «escribir una novela» de forma literal, sino todo lo que implica.
Así que cuando me preguntan en qué proyecto ando metida, me hace gracia contestar tan solo que estoy inmersa en la tercera parte de la serie «Volver a ti», la historia de Jason y Autumn, porque, en realidad, esa es la tarea a la que probablemente menos tiempo dedico a lo largo del día. Y doy fe de que esto no me ocurre solo a mí, sino también a muchos de mis compañeros. Durante este último mes he estado ocupada dándole una limpieza a «Otra vez tú», poniéndole títulos a los capítulos, corrigiendo los errores más básicos y volviendo a subirla a Amazon. Y ahora mismo tengo tres entrevistas por hacer, artículos por escribir y más de treinta correos por contestar y no cuento las redes sociales porque empiezo a considerarlas una extensión de mí misma. Junto a todo eso, voy tomando apuntes e ideas de los próximos proyectos para preparar el terreno, en breve haré la última lectura de «23 Otoños antes de ti», imprimiré «Otra vez tú» y trazaré el esquema antes de empezar a escribir entre hueco y hueco una versión ampliada de la historia que espero tener lista el año que viene. Ah, y tengo de plazo hasta febrero para corregir la novela ambientada en Alaska que se publicará a finales del 2017. Y la idea es maquetar «Otra vez tú» y «Tal vez tú» para sacarlas a la venta en papel en un futuro y escribir un pequeño extra sobre la serie. Y sí, en medio de todo eso, se supone que lo único que hago en este momento es “escribir la historia de Jason” en mis ratos libres, cuando finaliza el día, con mucha calma y sin nada más en la cabeza, ajá.

Haciendo referencia al título, la vida del escritor en ocasiones está un poco unida a la locura y hoy, no sé por qué, me apetecía hablar de esto, así sin mucho orden ni concierto (se me da de pena estructurar), señalando que en esta profesión hay cero glamour y sí mucho trabajo, mucha ilusión y muchas horas para que cada proyecto salga adelante y, a diferencia de lo que ocurre en otros trabajos, no, no tenemos horario ni sueldo fijo; un día podemos estar contestando un mensaje de Twitter a las once de la noche, por ejemplo, no son ocho horas y ya, es que llega un momento en el que forma parte de nuestra vida y es muy difícil poner límites.
Quizá hoy tenga un día un poco tonto (Emma diría que hay un 99% de probabilidades de que así sea), pero a veces te levantas, te preparas el café, te sientas delante del ordenador y te preguntas si realmente vale la pena lo que estás haciendo. Creo que todos nos planteamos esto alguna vez en la vida, con independencia de a qué te dediques o estudies, e incluso aunque tengas muy clara la respuesta. Y supongo que también influye que escribir sea un trabajo solitario y tan subjetivo que un día puedes leer el último capítulo que has escrito y pensar que es genial y al día siguiente echarle un vistazo a esas mismas líneas y querer darle al botón de suprimir. Todos tenemos días «ploffi» (en mi casa los llamo así, viene de «estoy ploff», pero en versión cuqui) A veces una se siente un poco perdida, dando tumbos y con miedo a tropezar, pero esto me hace pensar en que, al final, para mí escribir es como superar cada día mis inseguridades e intentar silenciar esa vocecita que a menudo te susurra que «no sirves para eso». Escribir es un poco dejarse la piel en lo que haces, arriesgar, aprender, confiar en uno mismo, conocerse, encontrarse… una forma de vivir.
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